3.11.22

Para Emma, desde la eternidad, vol II

A propósito de todo,

me pareció ver el final

en una nevada soleada


te dije, hoy estuve todo el día triste

sin saber bien por qué

y vos me contestaste

frío, distante

como esquivando las respuestas

que estabas cansado y

que tal vez no volvías a casa


ya no hay nada inocente

en ninguna de nuestras palabras

ni en los nombres

de los que preferimos no hablar


el tiempo que sucede, mirá,

entre mi cara teñida de azul

mis manos vacías, abiertas

y todas las mentiras que dijiste,

perdura


así

como la distancia


de la noche que

me dejaste

a la lluvia

que me trajo de vuelta


entender

la tristeza

que me provoca

saber

que ahora

ahora


ahora

empieza

la despedida


correr a casa de vuelta

correr a casa

mis rodillas están frías

de correr por vos


de la noche que

me dejaste

a la lluvia

que me trajo de vuelta.

8.5.22

me obligo a ver cosas que se mueven


1.
tomamos algo
en algún lugar encendido
tomamos algo
sin sentir nada
con los pies al vacío, balanceándose la calma
y más allá, en la ventana, los veo:
bailan,
bailan frente a espejos
y en cada reflejo me devuelven la mirada
y ven en mí
un sentimiento ambiguo

2.
aquél será recordado
como el año que perdí el equilibrio
mi casa era una cornisa
en donde tenía que elegir:
a mi izquierda, una cama hecha de rocas
a mi derecha, el abismo

3.
la única manera era frenar,
bajar la velocidad a cero
poner un pie delante de otro, con calma,
sin dejar espacio
observar a ambos lados
y contar
tres veces
cuatro veces
cinco veces

4.
me obligo a repetir el proceso
me obligo a ver cosas que se mueven
para ver si puedo corregir
el desencanto

5.
con los pies al vacío, balanceándose la calma
y más allá, en la ventana, los veo:
se ríen, con sus caras enteras
vestidos y completos
yo en cambio
me quedo adentro
no me puedo mantener en pie
tampoco puedo quedarme acostada
hay un espacio listo
libre de movimiento
un espacio entre capas
lo creé yo
tiene mi forma y mi tamaño

no sé si voy a poder entrar.

6.
me obligo a ver cosas que se mueven
para ver si puedo
saltarlas
como a un tren en movimiento

y no sé si voy a poder entrar.





11.12.21

curitas

decilo así, tac, como una curita,

me dijiste

al oirme titubear y yo

que conozco las referencias

del mundo

del tuyo, del mío

y el de todos los demás

entendí que apuntabas a la velocidad

tartamudeé y me dijiste

que como una curita,

rápido, sin miedo

yo querría explicarte

que te entiendo, sí, pero

las curitas me las saco 

despacio

milímetro por milímetro,

sintiendo como la piel me tira, suave,

el pinchazo

querría decirte que a mí rápido no me duele menos

que de golpe no funciono

que necesito tiempo, que mi cuerpo es lento

que decirte que hasta acá

que ya no más

salir por esa puerta, 

atravesar la planta baja d de droga

y no mirar atrás

es algo que no puedo

decir rápido, pensar rápido

así, tac, como una cinta adhesiva que me despego del corazón

y que se va a quedar

con pedazos de mí

y como si yo ya no los necesitara

tac

darte la espalda

dejarte

tirar de golpe

de la despedida

arrojar los restos

al piso

en cambio espero

controlo la respiración, varias veces

busco una señal, en alguna parte

que me diga que no hace falta

que nos podemos querer

que cualquier herida que tengamos

bajo las vendas

va a curar

te miro cada gesto

buscando algo que me frene

vos pedís velocidad

y te equivocás

no te va a doler menos

son solamente

distintas maneras

de administrar

la partida.



4.11.21

Algunas cosas sobre navidad

La navidad me estresa. No me gusta organizar cosas a las apuradas, y siempre estoy apurada, nunca con tiempo, con tranquilidad, no. Pensar comida para mucha gente, pasar tiempo con esa gente, sentir su estrés o lo que es peor, la falta de él, su calma, como si realmente lo estuviesen disfrutando. Me pone mal que no haya medios de transporte, que la gente maneje borracha, sentir que me quedé atrapada en una casa que no es mía, que no voy a poder irme. Me cuesta quedarme despierta hasta las 12, me aburro y me da sueño, de chiquita me iba a alguna habitación de la casa, me tiraba en la cama entre toda la pila de abrigos y carteras. Me gustaba irme sin que nadie se de cuenta, sigilosa, después mis papás pasaban largo rato buscándome, hasta que finalmente me encontraban, toda chiquita y aplastada por sacos, enroscada como un gatito. 

En septiembre del 2000 mis papás se separaron, después de años de peleas y amagues, finalmente mi viejo se fue. Pasó un tiempo en una pensión, deprimido y dejándome en claro que él no se había ido, que mi mamá lo había echado, pero yo tenía trece años, podía entender de qué se trataban esos asuntos. A los dos meses se mudó a un departamento pequeño en la calle Nicolás Repetto junto con su nueva novia, una compañera de trabajo quince años más joven. Lo que pasó después fue como una pendiente pronunciada que nos llevó a todos a la fosa común de diciembre. Mi mamá, entre la depresión y la hiperactividad, propuso que pasáramos navidad todos juntos, y así pasó: mi papá, mi hermana menor, mi abuelo y yo cenamos en un tenedor libre de Caballito. Todavía me acuerdo del olor de la comida toda junta, hervida, la fritura de las rabas, unos langostinos dudosos sobre un colchón de ensalada, de mi papá recibiendo el llamado a las doce, mi mamá, que nunca una copa, totalmente colorada por la botella entera de vino. Esa fue la última navidad que pasamos juntos, también la última vez que pisé un tenedor libre.

Tres veces pasé navidad sin ninguno de mis padres. La primera fue a mis quince años: mi papá se había ido a Uruguay, a visitar a la familia de su novia, y con mi mamá estábamos peleadas. Entonces me fui a lo de una tía abuela platuda, que tenía una casa alucinante de tres pisos en el medio de Belgrano R. De más grande me enteré que su marido había estado preso por estafador, y en la cárcel supuestamente había estudiado medicina, pero nunca nadie le vio un título. Se ganaba la vida atendiendo pacientes, tenía el consultorio y la sala de espera en el subsuelo de la casa, y mi tía le manejaba la parte contable. Esa navidad, justo después del brindis, aproveché la distracción de los fuegos artificiales para bajar al subsuelo, por primera vez. Aunque era muy grande, se parecía a cualquier consultorio promedio, con la diferencia de que estaba lleno de portarretratos con fotos de Ravi Shankar, velas y pequeños altares en distintas esquinas. Me dio mucho miedo, subí rápido a la planta alta y jamás le dije a nadie que estuve ahí.

La segunda vez fue en el año 2012, me había peleado con un novio y en un impulso rarísimo me compré un pasaje para ir a París. Hacía varios años que venía ahorrando para algo, todavía no sabía bien qué, y en París vivía Lau, una de mis mejores amigas. Yo nunca había ido a Europa ni tampoco viajado sola tan lejos, todo me resultaba una aventura que no terminaba de entender cómo había podido pagar. Viajé un 22 de diciembre y pasamos navidad en la casa de unos amigos del novio de Lau o algo así, un departamento pequeño y antiguo, en un piso cinco por escalera, lleno de gente de países distintos. Al principio me sentí entusiasmada, mantuve charlas en simultáneo en varios idiomas con gente que acababa de conocer. Pero después de comer y tomar bastante vino me agarró un sueño profundo y ganas de estar sola. Después del brindis me disculpé, saludé a todos, y me fui caminando. Apenas salí empezó a nevar y el frío me golpeó la cara, pero me sentí bien, con la adrenalina de estar sola, en una ciudad vacía, completamente ajena.

La tercera fue el año pasado. Con las excusa de la pandemia, cumplí un sueño: pasé la navidad en casa, con mi gata, solas las dos. Comimos pizza, ensalada y helado. Yo creía que eso iba a ser perfecto, una noche única, pero se pareció un poco a todas las demás, no tuvo nada de particular. Por ahí la perfección navideña es eso: que se parezca a cualquier otro día, sin excesos de comida o familia, sin regalos raros envueltos en papeles brillantes, sin viajes trasnochados ni incomodidades.

En diciembre del 2012 nació Augusto, el hijo de mi amiga Ale. Fue el primer bebé que llegó a nuestras vidas, y el único hasta el día de hoy, aunque ya sea un nene enorme, altísimo. A los pocos meses, Ale se separó del papá de Augusto, no salían hacía mucho y no supimos bien qué había pasado, pero ya no estaban juntos. Fue un año emocionante y complejo, nunca la vi tan feliz pero tampoco la había visto tan angustiada, supongo que estés con quien estés la maternidad debe ser algo de eso, de felicidad y angustia. Como la casa era grande y ella necesitaba ayuda, nos turnábamos entre los amigos para pasar tiempo con ella y darle una mano, tenía un cuarto chiquito con una cama cómoda en la que solíamos quedarnos a dormir. Cerca del primer cumpleaños de Augusto, mi amiga adoptó una gatita de la calle, blanca y negra, de apenas unos meses. A ella le encantaban los gatos y quería que su hijo se criara con una mascota, o eso decía. El día que fui a conocerla, Ale me recibió llorando a mares. “Mirá lo que hizo”, me dijo y señaló un árbol de navidad enorme, tirado en el piso con los adornos totalmente desparramados por el living. Yo me reí y le dije que no pasaba nada, que no era tan grave, ella caminaba por toda la casa llorando, “carísimo me salió, carísimo”, le gritaba a la gata, escondida bajo una mesa. Con la intención de aflojar un poco el ambiente, le hice un chiste sobre la navidad y la religión, y al final para qué quería un arbolito si nosotras en esas cosas no creíamos. Mi amiga me miró enfurecida y dijo que yo no entendía, que esas cosas eran importantes, que Augusto lo necesitaba, “ya suficientemente raro es todo en esta casa como para encima no tener un arbolito de navidad”, me dijo. La dejé llorar y, en silencio, me agaché a levantar una por una las bolitas brillantes, azules y doradas, repartidas caprichosamente por el piso.

21.10.21

Sobre cómo creer en Dios

1.

Son las nueve de la noche de un sábado y estás sentada, con tus amigos, en el patio del restaurante Harakiri De Una. Más tarde te vas a enterar que ese es su nombre real, que no es algo en japonés que ni idea, no, “De Una” significa tal cual eso, de una, como la expresión. En algún momento empezás a discutir con Dami, que está justo enfrente tuyo. Alternan puntos de vista con cucharadas de un arroz salteado con verduras; la idea era aprovechar el último fin de semana de frío para comer ramen, pero ya sentados y con la carta en la mano les avisan que se quedaron sin, “sin fideos y sin caldo”, les dicen. Dami cuenta la historia de cómo se enteró de que un investigador del área de lógica al que él admiraba mucho, era cristiano. En realidad no estás segura si dijo eso o católico, pero era algo de creer en Dios y practicar una religión. “Me sentí muy decepcionado”, les dice Dami. La mesa se divide en dos conversaciones organizadas en función a la distancia, vos estás en el medio y quedás en un lugar incómodo, no llegas a escuchar bien nada. Pero lo que dijo Dami sí lo oís y te choca. Al lado tuyo está Juan, que se dedica a las neurociencias  pero, sabés, a pesar de sus estudios y su rigidez, hay asuntos que le producen una reacción rara. No le gustan las películas sobre posesiones, nunca quiso jugar al juego de la copa y siempre lleva unas cintita roja en la muñeca, cosas así. Entonces vos y Juan se vuelven cómplices de una discusión sin fin con Damián, en donde tratan de argumentar que los asuntos de la profesión poco tienen que ver con las propias creencias, con la fe, y cuando decís “fe” se siente raro, en realidad siempre se sintió raro hablar de Dios. La charla termina de golpe cuando cae el mozo con la carta de postres, están varios minutos preguntándole qué significan los nombres, casi todos están en japonés. 

Mientras comparten una cheescake te empieza a caer un sueño atroz, sabías que era una jugada complicada eso de ir directo desde la osteópata; el cuello te pesa como si fuera de bronce, te lo querés arrancar, dejar de sostenerlo, que se haga cargo otro. Tratás de pensar en algún amigo que sea católico y no se te ocurre nadie. Tampoco creés que sean todos ateos, ni sabés del todo si vos sos atea, ni tenés idea cómo darte cuenta.

2.

“Como dice la Biblia, ‘ Dios concédenos la serenidad para aceptar lo que no podemos cambiar, valor para cambiar lo que podemos, y sabiduría para reconocer la diferencia’, o capaz lo dice Jesús, no sé bien”, le dijiste hace poco a un amigue. Pasó el fin de semana en tu casa, son días difíciles para elle, empezó a transicionar hace poco y todo resultó más complejo de lo que esperaban. Y tenía tanta angustia encima que ni se dio cuenta que, como parte de una táctica de consuelo, le citaste a la Biblia. Unos días después te enterás que en realidad eso que dijiste de memoria pero sin tener ni idea de dónde lo estabas sacando, se llama plegaria de la serenidad y se la atribuye a un tal Niebuhr, teólogo y filósofo. Qué raro, pensás, se parece a algo que podría decir la Biblia, aunque en realidad no tenés ni idea porque nunca la leíste.

3.

En una entrada del bloc de notas de tu celular, dice: “encontrar gracia en lugar de culpa”. La anotaste de un manotazo mientras mirabas la serie Misa de medianoche. No sabés de qué capítulo es, o en qué parte la dicen, o quién. Suponés que es del cura, en alguno de esos diálogos largos que van llevando la narración capítulo a capítulo. Aunque quizá no lo llevan y, al contrario, lo que hacen es detener, frenar el ritmo. Pensás que quizá era algún momento en el que hablaban de Dios, de que finalmente creer en Dios se trate de encontrar gracia en lugar de culpa, no sabés. Son varios los momentos donde te sentís cautivada, los discursos del cura en la misa de los domingos, por ejemplo, vos no fuiste a misa pero en algún lugar socavan, en algún rincón adentro tuyo se te despierta un recuerdo que todavía no podés ubicar. El rito católico más importante es el sacramento de la Eucaristía, o la comunión. El Monseñor de la serie utiliza el rito para repartir la sangre del vampiro, que es finalmente la que cura las aflicciones del pueblo, pero eso lo vas descubriendo después. En el medio está el rito, tu novio sabe que no estás bautizada pero igual te pregunta si alguna vez comulgaste. Le contás sobre esa vez, que quizá fueron varias pero no importa, que estabas un domingo en la iglesia con tu familia (algún bautismo o aniversario de muerte, no sabés), una de las poquísimas veces que habrás ido, y llegó ese momento, el de hacer la fila para comer la ostia y beber el vino, y te empezaron a insistir en que vayas, dale flor andá, te decían. Y vos te empezaste a sentir incómoda, como casi siempre que te insisten para algo, pero esta vez era mayor porque vos sabías poco pero de lo poco entendías que eso era pecado, que no podías, que no te correspondía. Que el cuerpo y la sangre de Cristo eran para otros.

4.

Tu familia materna es grande, numerosa, y por muchos años supo estar muy unida. Solían juntarse todos los fines de semana, una lista larga de primos, tías y tíos. En realidad más que nada, tías: tu familia es una familia de mujeres, por una serie de casualidades natalicias y por otras causas que tienen más que ver con varones yéndose y no volviendo. Hay algo en ser la mayor de los primos que te puso en un lugar distinto, separado del resto; tuviste que hacerte cargo de ciertos cuidados pero sobre todo de cargar con información, datos o eventos que por tu edad o posición la gente asumió que podías manejar, y sobre todo callar. La muerte del abuelo fue la primera de las muertes que los azotó: cabeza de familia, médico, padre de sus hijas pero también de varios de sus nietos, se murió viejo pero igual dolió, sacudió. Unas horas antes del velorio pasaste por la casa de una de tus tías, la idea era juntarse ahí y luego ir todos juntos. Ni bien entraste, tu primo Martín, apenas unos meses menor que vos, te agarró del brazo, te llevó rápido a una habitación, te sentó y mirándote fijo a los ojos, dijo con bronca, como aguantándose el grito: “el abuelo era homosexual”. Por tu cara supo lo evidente, que vos ya lo sabías hacía un montón. Se puso a llorar y lo abrazaste como se abraza a los varones de dieciocho años, por la espalda, con fuerza, como si se fuera a escapar. Al rato se secó las lágrimas con la remera, encaró para la puerta y antes de irse, te dijo: “Ah, y cuando eras chica, la abuela Dora te bautizó en secreto”.

5.

“Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin…’” pronuncia el padre Paul en la iglesia del pueblo, en la misa de pascua previa al domingo de resurrección. Y vos lo escuchás, desde la pantalla, desde tu sillón, después hay todo un ritual de muerte, y pensás en ese poema de Dylan Thomas que se llama “Y la muerte no tendrá dominio”, que habla de los hombres desnudos que han de ser uno solo, que aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor, y la muerte no tendrá dominio, algo así dice. Y que los que hace tiempo yacen bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos, y aunque ellos estén locos y totalmente muertos, sus cabezas martillarán en las margaritas, recitás para adentro mientras en la pantalla una horda de vampiros confundidos y sedientos tiñen de sangre los pisos, las paredes, los asientos. Una de las cosas que más te molestaba de ir a la iglesia esos pocos domingos que te tocó ir era no poder cantar ninguna de las canciones. No sé si te gustaban pero todos se la sabían y vos no, eso te dejaba afuera, te aburría, el tiempo pasaba distinto para vos. En esa época no tenías celular, eras chica, no había distracción más que quedarte mirando alrededor, las imágenes cuyo significado ignorabas, las personas que no entendías si estaban ahí por deseo u obligación o culpa que finalmente es más o menos lo mismo. Y en algún momento en el que habías logrado distraerte, la gente se empezaba a abrazar, pero vos caías tarde, no entendías, y luego sin mas se armaba la fila, la procesión hacia el frente, la ostia, la copa de vino,todo re resultaba un exceso. Y entonces llegaba lo peor, las tías arengándote, las miradas insistentes, y vos que no, que no podés. Pero tal vez podías, ahora pensás que todas lo sabían y por eso te empujaban, al cuerpo de alguien, a la sangre, a una posibilidad de poder morir y resucitar.


30.9.21

Sobre algunas cosas que recordé estos días

 El newsletter que me llega los miércoles lo escribe Milagros, se llama Pantano y este último se tituló: “La memoria”. Arranca contando que cuando murió Maradona ella estaba en la ginecóloga, que se enteró en la sala de espera, que todos hablaban de eso. Me asombro de la coincidencia: cuando murió el Diego yo estaba también en una sala de espera de la nutricionista, pero nadie pareció inmutarse. Me acuerdo de querer comentarlo con ella, su actitud fue de indiferencia, así que no le dije nada. Cuando salí, me subí a la bici y sentí una necesidad urgente de rodearme de gente, de no vivir eso en soledad. Me acuerdo que toda la ciudad parecía triste, que pensé en algunas personas con las que yo no hablaba y que seguramente estarían afectados por la noticia. Pensé en escribirles, pero no hice nada, solamente volví a casa a mirar todo desde ahí.

* * *

“Cuando se vive en el pasado se muere un poco día a día”, me dijo la mamá de un novio que tuve de chica. No me acuerdo el contexto, ni tampoco si la inventó ella, sólo la frase, que se me quedó agarrada. Ahora lo pienso como una advertencia, un presagio de lo que venía. Dejar de pensar en él me costó un montón, mis pensamientos volvían a nuestra historia como quien vuelve a un una casa de la infancia, a un lugar aterrador pero seguro.

* * *

“Hola, me mostraron el Instagram de una influencer que se va a tomar ayahuasca y después vuelve y se hace unos tratamientos faciales con hilos de oro que le arrancan media cara, y con su propia sangre hace otra cosa que se llama vampiremask y me acordé de vos”, le escribí a alguien a quién quise mucho y el tiempo nos distanció, y me respondió “Jaja, ya no tomo más ayahuasca, ahora estoy con las cripto. Contame de tu vida”

* * *

Me acuerdo de que en los 2010 existía una plataforma llamada Grooveshark, con mis amigos la usábamos un montón, nos compartíamos listas temáticas y armábamos unas colaborativas buenísimas cuando había fiestas de cumpleaños, de esas espectaculares que duraban hasta el amanecer. Un día Grooveshark murió, se cerró de repente, problemas legales o algo así, no sé. Yo me puse muy triste, había invertido mucho tiempo y trabajo en esas playlist. No mucho después también dejaron de existir esas fiestas multitudinarias, nos volvimos más íntimos, nos empezamos a acostar más temprano. Crecimos, la resaca ya no duraba solo el domingo, no era negocio. Ahora usamos Spotify y nos juntamos a la tarde a tomar vino, si el día está lindo, si llueve se suspende, siempre. “Los argentinos están hechos de algodón de azúcar”, le escuché decir una vez a una chica venezolana que no podía creer que nuestra vida girara en torno a la lluvia.

* * *

Me acuerdo de un amigo que, para explicarme en qué andaba con una chica que le gustaba, me dijo: hablamos seguido y ya hubo hasta intercambio de poemas. Y me mostró la estrofa exacta de un poema suyo en la que él se refería a sus ojos, negros y chiquitos, como una noche oscura. Para mí el cortejo se afianza en el intercambio de listas de canciones. Supongo que es una versión contemporánea de cuando le regalábamos un casete grabado a alguien. No viví esa época, pero me fascina el arte de hacer una playlist, de pensar un hilo conductor, encastrar tema por tema como si fuera un rompecabezas, seguir un concepto. Hacer una lista de canciones se parece bastante a contar una historia, hay una razón para empezar de una manera, una tensión que sostener, una decisión de terminar cómo, cuándo, con qué. 

* * *

Como Milagros, yo también me pregunto cómo funciona la memoria, cómo es que se nos ordenan los recuerdos, por qué algunos se nos hacen tan presentes y otros parecen agujeros negros, inhabitables. Durante la pandemia el tiempo se me desordenó. Volví a pensar en cosas que tenía muy enterradas, me acordé de pedazos de mi vida que pensé que no iban a volver. Una vez le hablé a mi psicóloga de esto, se me estaba haciendo muy pesado, mi cabeza parecía una represa abierta, un río feroz de nostalgia me pasaba por encima. No me acuerdo qué me dijo, pero después de hacer algunos cambios en mis rutinas, eventualmente se me pasó. La memoria tiene atajos, supongo que tenía que ordenarla un poco.

* * *

“Hasta que me olvides / y me rompa en mil pedazos/ continuar mi gran teatro”, dice una de las canciones que conforman mi playlist favorita. Se llama “El despecho” y se trata de eso, del despecho, de cuando amaste pero ya no y queda eso que es un poco de dolor pero también de alivio. Creo que es mi mejor logro, son 42 canciones,  2 horas 38 minutos de un sentimiento que goza de muy mala fama pero que a mí me gusta mucho. No se trata de rencor o de venganza sino de algo más parecido al desahogo, a agitar el brazo y gritar “Y te me vas con esta historia entre tus dedos”, un motor que te empuja cuando todo alrededor duele, una excusa para el derrame de emociones. De todas la que más me gusta es la canción final, una de Damas Gratis que dice “me vas a extrañar porque un amor como este no fácil se olvida” porque creo que condensa bien la idea de la lista, una danza entre pasado y futuro, un recordatorio a mí misma de que esto que duele también va a pasar. La memoria también tiene atajos.

6.9.21

Pelo por pelo

En el año 2011 trabajé en una clínica de medicina capilar. Llegué de una forma rara, un poco de casualidad. El año anterior había estado trabajando en una librería en Núñez, y ser librera me encantaba, sentía que había encontrado un oficio, finalmente, uno que disfrutaba y que me salía bien. La librería era hermosa y el viaje hasta allá un placer, me subía a la bici, pedaleaba por Puerto Madero hasta Retiro y tomaba el tren, en un horario ridículo en el cual nunca había nadie. Además, trabajaba con mi amiga Julia: ella en el turno mañana, yo a la tarde, era perfecto. Pero la dueña decidió que se iba a vivir a Córdoba, vendió el comercio y nos pagó el despido.

Con la plata de la indemnización y unos ahorros que venía juntando, Julia buscó un socio y pusieron su propia librería. Yo quedé un poco a la deriva, no sabía bien qué hacer. Como compartía un departamento enorme con dos amigos, y uno de ellos era el dueño, pagaba un alquiler bajísimo y la plata no era un problema, pero algo tenía que resolver. Por esos días recibí un mensaje inesperado: Pilar, una amiga de la secundaria con quien no hablábamos hace un montón, me contactó por Facebook para que nos reencontráramos. De chicas solíamos ser muy cercanas, pero en tercer año se cambió de escuela y nos fuimos perdiendo el rastro. La invité a cenar a casa, nos pusimos más o menos al día y cuando le conté que me había quedado sin trabajo me dijo que justo en su laburo estaban buscando a alguien. “Es una clínica, pagan bien, te va a gustar”, me dijo, y le mandé mi cv por mail. Después de esa noche, no la volví a ver.

La entrevista me la hizo una mujer de unos cincuenta años llamada Laura. Era alta, de pelo corto y tenía una expresión severa en el rostro, pero enseguida mostró una amabilidad cálida, casi maternal. Se presentó como la responsable del área contable pero también de todas las contrataciones del lugar, me dijo que hacía poco habían abierto una sede nueva en Caballito y necesitaban cubrir el turno mañana con una recepcionista administrativa. Yo no tenía idea qué implicaba eso, pero el sueldo estaba bien y me quedaba cerca de la facultad, así que sin pensarlo mucho le dije que sí. 

El primer día llegué a las nueve de la mañana y me recibió una chica alta, de pelo larguísimo, como de mi edad. Estaba notablemente bronceada, tenía olor a un perfume dulce que se le mezclaba con el chicle que estaba masticando, y cuando caminaba le sonaban las pulseras y los collares que llevaba puestos. Tras subir unas escaleras y doblar por unos pasillos, llegamos a lo que parecía ser un vestuario. Me miró de pies a cabeza con detención, abrió un locker y sacó un uniforme: un pantalón de vestir azul, un saquito del mismo color y una remera blanca, lisa. “Avisame si está bien el talle, y la próxima venite con zapatos, ¿si?”, me dijo, me dio la espalda y se fue. La ropa me quedó bien, el pantalón era muy cómodo y el saquito de una tela super suave. El lugar era amplio y muy luminoso, ocupaba casi toda la esquina de Acoyte y Rivadavia, pero los vidrios debían ser especiales porque no se escuchaba casi ningún ruido. Había una recepción, una sala de espera, un par de consultorios y a lo lejos se llegaba a ver un quirófano. Durante todo ese día la chica, que después me enteré que era la que se iba y yo era su reemplazo, me explicó cuáles iban a ser mis tareas: abrir la clínica de lunes a sábados a las 7.45 de la mañana, recibir a los pacientes, cobrarles, manejar la agenda, atender el teléfono, preparar los consultorios antes de que lleguen los doctores. Eran tres y cada uno tenía sus mañas, una forma distinta de tomar el café o el tipo de lapicera que había que dejarles, tonterías así. También me presentó a las dos recepcionistas con las que iba a trabajar: Sandra, una señora de cincuenta y pico muy delgada, de pelo rubio y corte carré, y Jésica, una chica de unos veinte años que trabajaba ahí desde muy chica y se manejaba con la confianza de conocer a todos hace mucho tiempo.

Las primeras semanas fueron difíciles, para llegar a horario me tenía que despertar muy temprano y era algo a lo que no estaba acostumbrada. A eso de las seis sonaba la alarma, todavía era de noche, yo me sentaba en cama, confundida y con frío, sin entender bien por qué había aceptado un trabajo así. Solía quedarme en la casa de mi novio varios días de la semana, él se despertaba conmigo, igual de confundido, y mientras yo me duchaba con la radio de fondo, me preparaba un té, lo ponía en un vaso térmico gigante y caminábamos juntos las 4 cuadras hasta la parada del 42. Una de esas mañanas, la radio anunció una ola polar, realmente hacía muchísimo frío, incluso dentro del departamento, “no sé qué estoy haciendo”, le dije sentada en la punta de la cama y con la mirada perdida. Él me abrazó y me respondió “estoy muy orgulloso de vos”, yo lo miré sin entender y después me acordé que él no trabajaba y verme levantarme todos los días a esa hora le parecía una especie de acto heróico fascinante.

El trabajo era sencillo y tenía bastantes horas muertas para estudiar o hacer los trabajos de la facultad, además me pagaban los almuerzos y me dejaban elegir la música de la sala de espera. Laura venía seguido, sobre todo durante mi primer mes, y me instó a que aprovechara el tiempo libre para leer, que de su parte estaba todo bien. Resultó ser una jefa exigente pero cariñosa, o por lo menos conmigo, con quien había desarrollado una especie de favoritismo. Una tarde me confesó que ella en realidad quería estudiar Letras, pero su familia no la dejó, y como era ducha con los números eligió la carrera de contador, “a vos te salen bien las dos cosas”, me dijo, yo no sé si era tan así pero no se lo discutí. 

Con Sandra me llevaba bien, las dos éramos tranquilas y nos encontrábamos en esos espacios de silencio. A veces me contaba sobre sus hijas o sobre a dónde había ido a pasear el fin de semana, pero no mucho más. Sandra había sido toda la vida ama de casa, pero hacía un tiempo su marido perdió el trabajo, así que invirtieron los roles, y ahora el que se quedaba en casa era él. Jésica era un poco más difícil, desde que entré me di cuenta que no le caía bien, tenía algo muy territorial con Laura y con el lugar en general, trabajaba ahí desde muy chica y tenía un vínculo cercano con todos, especialmente con los médicos. Las primeras semanas me buscaba pelea o me retaba por cosas que en realidad había hecho bien, yo trataba de no engancharme, como con todo lo que no me interesa, las más de las veces la ignoraba y me ponía a pensar en otra cosa.

De las cosas que más me impactaron de trabajar ahí era todo el asunto del pelo. Apenas arranqué, me dieron una capacitación sobre los dos servicios que ofrecía la empresa: la mesoterapia, un tratamiento con agujas que no dolía y estimulaba el crecimiento capilar, y las cirugías por implantes, donde los médicos usaban la técnica “pelo por pelo”. Me explicaron que para poder hacer el procedimiento, las personas sí o sí tenían que tener “algo” de pelo de dónde sacar, si no no servía. El concepto me parecía fascinante y aterrador por igual, pensaba en el cuero cabelludo como un campo arado a germinar, o en don pasto, el muñeco de media al que le crecía pasto por arriba. A veces me encontraba a mí misma mirando cabezas, eligiendo futuros candidatos para la disección; ese sí, puede andar, ese no, demasiado tarde. Las cirugías solían ser los viernes, por lo general a primera hora, así que a los pacientes los recibía yo. Lo primero era cobrarles, los hacía pasar a mi escritorio, un cubículo chiquito pero agradable, y nos sentábamos enfrentados. Algunos tenían Osde 410 que les cubría todo, pero eran los menos. Otros pagaban con cheques o con tarjeta, pero la mayoría tenía efectivo, y el momento de controlar la plata y chequear que los billetes no fueran falsos era el peor. Se generaba un silencio largo en el que yo me distraía pensando todas las cosas que se podía hacer con esa plata. Fantaseaba con frenar la transacción, devolverle todo y decirle andate, corré, sos libre, el pelo no importa, andate de viaje, seguro vas a ser feliz. Una vez, mientras contaba los billetes, una señora me dijo “qué lindo pelo que tenés, tan abundante”, y me sentí fatal, tuve que empezar a contar de nuevo. Desde ese entonces me pasó de sentirme observada, levantaba la vista a ver si me estaban mirando, a veces no, pero otras sí y se volvía muy incómodo. Cada viernes se me hizo más difícil, el ritual se repetía y yo sentía que el aire en ese escritorio chiquito se condensaba, la gente llegaba nerviosa, excitada, llena de esperanzas. Recibía los piloncitos de billetes como un manojo de miedos e ilusiones por la posibilidad de una vida mejor, yo no tenía nada que ver pero ahí estaba, siendo el pararrayos de un deseo capilar.

Con el tiempo me empecé a llevar cada vez peor con mis compañeras. A Jésica una vez la encontré en una situación rara, eran pasadas las cinco y yo me había quedado fuera de hora para imprimir unos trabajos de la facultad. Antes de irme quise dejar todo listo en el consultorio para el día siguiente, la puerta estaba entreabierta y pensé que no había nadie, pero cuando entré la vi a ella sentada sobre el escritorio, de piernas cruzadas, charlando con uno de los médicos, que la miraba risueño desde su sillón reclinado. Él se enderezó en seguida, carraspeó la voz, ella se quedó helada, pedí disculpas y me fui rápido. Desde ese entonces el trato con Jésica fue frío, me ignoraba todo lo que podía o se dirigía a mí con bronca, pero también me empezó a tratar mal el resto del equipo médico. Eran cosas tontas, como esa vez que una de las mesoterapeutas me acusó de haberme comido su yogur, yo le dije que no había sido yo pero si quería le podía comprar uno, y ella me gritó, se puso a llorar y se fue. La única con la que parecía estar todo bien era con Sandra, trabajar con ella era tranquilo, hablábamos de viajes o de comida, todos asuntos livianos. Una vez presenció cómo una de las instrumentadoras me retaba por algo que yo no había hecho, no intercedió pero después se acercó y me dijo al oído, susurrando: “hay alguien que lleva y trae y la estás ligando vos”, después me dio un beso en la cabeza y siguió su camino.

La gota que rebalsó el vaso sucedió la mañana de un viernes. Al consultorio llegó un señor alto y canoso, de traje y zapatos, apenas subió las escaleras dio un saludo general y se sentó directo en recepción. Estaba por indicarle que pase por mi escritorio cuando una de las mesoterapeutas me frenó y me explicó que ese era un periodista famoso y que a él no le teníamos que cobrar. Lo miré en detalle, no me sonaba ni su cara ni su nombre, tampoco su poco pelo en la sien. Como la cirugía de ese día se había demorado, me pareció acorde ofrecerle algo para tomar. Me aceptó un café, y de paso me hice uno para mí. Cuando volvía para el escritorio me frenó y me preguntó si hacía mucho trabajaba ahí, porque no me había visto nunca. Le conté que había arrancado hacía cuatro meses, “¿es tranquilo acá, no?”, me dijo mientras estiraba la cintura y giraba la cabeza hacia la ventana. Era un día frío pero diáfano, los rayos de sol se filtraban como podían por los recovecos de las cortinas. Le dije que en general sí, aunque los viernes estaba un poco más agitado, por las cirugías. Él giró hacia mí, apoyó el café sobre la barra de la recepción y yo lo imité. De fondo sonaba la radio, y en la tanda publicitaria se pudo escuchar una seguidilla de spots electorales, estábamos en julio  2011 y pronto serían las PASO. El periodista, que escuchó con atención, se rió fuerte y me preguntó a quién iba a votar, “no sé todavía”, le dije, aunque sí sabía, no tenía ganas de responderle. “Hoy voy a hablar de eso en mi programa”, me dijo, “Cristina va a perder y por mucho”, sentenció mientras se llevaba el último sorbo de café a la boca; cuando se inclinaba para atrás, un rayo de luz le rebotaba en la frente blanca y despejada. Agarré su vasito y el mío, y camino al tacho de basura le dije que para mí iba a arrasar. El periodista me miró serio por un momento, y después me sonrió, era una sonrisa soberbia, socarrona, “En tres meses vuelvo y si seguís acá, vemos quién tenía razón”, me dijo, justo antes de que el médico se asomara para llamarlo.

Al mediodía, como todos los días, salí a buscar los almuerzos. Cuando entré, noté que todo el personal estaba reunido en recepción, se sentía un clima tenso. Una de las mesoterapeutas, que tenía un cargo de supervisora o algo así, me empezó a gritar, yo todavía tenía la campera puesta y las bolsas en las manos. Aparentemente el señor periodista había presentado una queja en contra mío, algo de que le falté el respeto o no me había comportado correctamente, no sé. Me quise explicar pero no me dejó hablar, “cruzaste un límite”, me dijo. Después se dirigió a todos haciendo un repaso de las reglas del lugar, de lo que sí y lo que no, tenía puesto un ambo rosa y en una mano sostenía una bolsa transparente con agujas, no bajó el tono de voz en ningún momento. Me sentí incómoda y tuve ganas de llorar, como si me estuviera retando mi mamá o la maestra de la escuela. Almorcé sola en mi escritorio, sin hambre y llena de angustia, “no sé qué estoy haciendo”, me repetía a mis adentros. A última hora llegó Laura, saludó a todos y me vino a ver. Antes de que pudiera decirle nada me dijo que me quedara tranquila, que eran cosas que pasaban, que ya me iba a acostumbrar al trato con “famosos”, y remarcó la palabra con las manos, casi burlándose. Me hablaba con suavidad y calma, como si tratara con situaciones así cotidianamente, “Yo estoy muy contenta con tu trabajo, creo que tenés mucho que aportar acá”, dijo y mientras hablaba me distraje mirándole el pelo, le había crecido bastante en estos meses y los rulos cobrizos le caían por sobre los ojos.  La interrumpí de golpe y le dije que gracias, por todo, pero que no me sentía cómoda y no iba a volver. Hicimos un momento de silencio, y con la misma templanza con la que había empezado la conversación, me dijo que me entendía y me deseaba lo mejor. Agarré mis cosas, un par de libros y cuadernos que tenía desparramados por la mesa, dejé el uniforme en el locker, bajé las escaleras y me fui, corrí, casi como huyendo, como si el pelo no importara, como si me fuese a ir de viaje o estuviera cerca de ser feliz.