6.9.21

Pelo por pelo

En el año 2011 trabajé en una clínica de medicina capilar. Llegué de una forma rara, un poco de casualidad. El año anterior había estado trabajando en una librería en Núñez, y ser librera me encantaba, sentía que había encontrado un oficio, finalmente, uno que disfrutaba y que me salía bien. La librería era hermosa y el viaje hasta allá un placer, me subía a la bici, pedaleaba por Puerto Madero hasta Retiro y tomaba el tren, en un horario ridículo en el cual nunca había nadie. Además, trabajaba con mi amiga Julia: ella en el turno mañana, yo a la tarde, era perfecto. Pero la dueña decidió que se iba a vivir a Córdoba, vendió el comercio y nos pagó el despido.

Con la plata de la indemnización y unos ahorros que venía juntando, Julia buscó un socio y pusieron su propia librería. Yo quedé un poco a la deriva, no sabía bien qué hacer. Como compartía un departamento enorme con dos amigos, y uno de ellos era el dueño, pagaba un alquiler bajísimo y la plata no era un problema, pero algo tenía que resolver. Por esos días recibí un mensaje inesperado: Pilar, una amiga de la secundaria con quien no hablábamos hace un montón, me contactó por Facebook para que nos reencontráramos. De chicas solíamos ser muy cercanas, pero en tercer año se cambió de escuela y nos fuimos perdiendo el rastro. La invité a cenar a casa, nos pusimos más o menos al día y cuando le conté que me había quedado sin trabajo me dijo que justo en su laburo estaban buscando a alguien. “Es una clínica, pagan bien, te va a gustar”, me dijo, y le mandé mi cv por mail. Después de esa noche, no la volví a ver.

La entrevista me la hizo una mujer de unos cincuenta años llamada Laura. Era alta, de pelo corto y tenía una expresión severa en el rostro, pero enseguida mostró una amabilidad cálida, casi maternal. Se presentó como la responsable del área contable pero también de todas las contrataciones del lugar, me dijo que hacía poco habían abierto una sede nueva en Caballito y necesitaban cubrir el turno mañana con una recepcionista administrativa. Yo no tenía idea qué implicaba eso, pero el sueldo estaba bien y me quedaba cerca de la facultad, así que sin pensarlo mucho le dije que sí. 

El primer día llegué a las nueve de la mañana y me recibió una chica alta, de pelo larguísimo, como de mi edad. Estaba notablemente bronceada, tenía olor a un perfume dulce que se le mezclaba con el chicle que estaba masticando, y cuando caminaba le sonaban las pulseras y los collares que llevaba puestos. Tras subir unas escaleras y doblar por unos pasillos, llegamos a lo que parecía ser un vestuario. Me miró de pies a cabeza con detención, abrió un locker y sacó un uniforme: un pantalón de vestir azul, un saquito del mismo color y una remera blanca, lisa. “Avisame si está bien el talle, y la próxima venite con zapatos, ¿si?”, me dijo, me dio la espalda y se fue. La ropa me quedó bien, el pantalón era muy cómodo y el saquito de una tela super suave. El lugar era amplio y muy luminoso, ocupaba casi toda la esquina de Acoyte y Rivadavia, pero los vidrios debían ser especiales porque no se escuchaba casi ningún ruido. Había una recepción, una sala de espera, un par de consultorios y a lo lejos se llegaba a ver un quirófano. Durante todo ese día la chica, que después me enteré que era la que se iba y yo era su reemplazo, me explicó cuáles iban a ser mis tareas: abrir la clínica de lunes a sábados a las 7.45 de la mañana, recibir a los pacientes, cobrarles, manejar la agenda, atender el teléfono, preparar los consultorios antes de que lleguen los doctores. Eran tres y cada uno tenía sus mañas, una forma distinta de tomar el café o el tipo de lapicera que había que dejarles, tonterías así. También me presentó a las dos recepcionistas con las que iba a trabajar: Sandra, una señora de cincuenta y pico muy delgada, de pelo rubio y corte carré, y Jésica, una chica de unos veinte años que trabajaba ahí desde muy chica y se manejaba con la confianza de conocer a todos hace mucho tiempo.

Las primeras semanas fueron difíciles, para llegar a horario me tenía que despertar muy temprano y era algo a lo que no estaba acostumbrada. A eso de las seis sonaba la alarma, todavía era de noche, yo me sentaba en cama, confundida y con frío, sin entender bien por qué había aceptado un trabajo así. Solía quedarme en la casa de mi novio varios días de la semana, él se despertaba conmigo, igual de confundido, y mientras yo me duchaba con la radio de fondo, me preparaba un té, lo ponía en un vaso térmico gigante y caminábamos juntos las 4 cuadras hasta la parada del 42. Una de esas mañanas, la radio anunció una ola polar, realmente hacía muchísimo frío, incluso dentro del departamento, “no sé qué estoy haciendo”, le dije sentada en la punta de la cama y con la mirada perdida. Él me abrazó y me respondió “estoy muy orgulloso de vos”, yo lo miré sin entender y después me acordé que él no trabajaba y verme levantarme todos los días a esa hora le parecía una especie de acto heróico fascinante.

El trabajo era sencillo y tenía bastantes horas muertas para estudiar o hacer los trabajos de la facultad, además me pagaban los almuerzos y me dejaban elegir la música de la sala de espera. Laura venía seguido, sobre todo durante mi primer mes, y me instó a que aprovechara el tiempo libre para leer, que de su parte estaba todo bien. Resultó ser una jefa exigente pero cariñosa, o por lo menos conmigo, con quien había desarrollado una especie de favoritismo. Una tarde me confesó que ella en realidad quería estudiar Letras, pero su familia no la dejó, y como era ducha con los números eligió la carrera de contador, “a vos te salen bien las dos cosas”, me dijo, yo no sé si era tan así pero no se lo discutí. 

Con Sandra me llevaba bien, las dos éramos tranquilas y nos encontrábamos en esos espacios de silencio. A veces me contaba sobre sus hijas o sobre a dónde había ido a pasear el fin de semana, pero no mucho más. Sandra había sido toda la vida ama de casa, pero hacía un tiempo su marido perdió el trabajo, así que invirtieron los roles, y ahora el que se quedaba en casa era él. Jésica era un poco más difícil, desde que entré me di cuenta que no le caía bien, tenía algo muy territorial con Laura y con el lugar en general, trabajaba ahí desde muy chica y tenía un vínculo cercano con todos, especialmente con los médicos. Las primeras semanas me buscaba pelea o me retaba por cosas que en realidad había hecho bien, yo trataba de no engancharme, como con todo lo que no me interesa, las más de las veces la ignoraba y me ponía a pensar en otra cosa.

De las cosas que más me impactaron de trabajar ahí era todo el asunto del pelo. Apenas arranqué, me dieron una capacitación sobre los dos servicios que ofrecía la empresa: la mesoterapia, un tratamiento con agujas que no dolía y estimulaba el crecimiento capilar, y las cirugías por implantes, donde los médicos usaban la técnica “pelo por pelo”. Me explicaron que para poder hacer el procedimiento, las personas sí o sí tenían que tener “algo” de pelo de dónde sacar, si no no servía. El concepto me parecía fascinante y aterrador por igual, pensaba en el cuero cabelludo como un campo arado a germinar, o en don pasto, el muñeco de media al que le crecía pasto por arriba. A veces me encontraba a mí misma mirando cabezas, eligiendo futuros candidatos para la disección; ese sí, puede andar, ese no, demasiado tarde. Las cirugías solían ser los viernes, por lo general a primera hora, así que a los pacientes los recibía yo. Lo primero era cobrarles, los hacía pasar a mi escritorio, un cubículo chiquito pero agradable, y nos sentábamos enfrentados. Algunos tenían Osde 410 que les cubría todo, pero eran los menos. Otros pagaban con cheques o con tarjeta, pero la mayoría tenía efectivo, y el momento de controlar la plata y chequear que los billetes no fueran falsos era el peor. Se generaba un silencio largo en el que yo me distraía pensando todas las cosas que se podía hacer con esa plata. Fantaseaba con frenar la transacción, devolverle todo y decirle andate, corré, sos libre, el pelo no importa, andate de viaje, seguro vas a ser feliz. Una vez, mientras contaba los billetes, una señora me dijo “qué lindo pelo que tenés, tan abundante”, y me sentí fatal, tuve que empezar a contar de nuevo. Desde ese entonces me pasó de sentirme observada, levantaba la vista a ver si me estaban mirando, a veces no, pero otras sí y se volvía muy incómodo. Cada viernes se me hizo más difícil, el ritual se repetía y yo sentía que el aire en ese escritorio chiquito se condensaba, la gente llegaba nerviosa, excitada, llena de esperanzas. Recibía los piloncitos de billetes como un manojo de miedos e ilusiones por la posibilidad de una vida mejor, yo no tenía nada que ver pero ahí estaba, siendo el pararrayos de un deseo capilar.

Con el tiempo me empecé a llevar cada vez peor con mis compañeras. A Jésica una vez la encontré en una situación rara, eran pasadas las cinco y yo me había quedado fuera de hora para imprimir unos trabajos de la facultad. Antes de irme quise dejar todo listo en el consultorio para el día siguiente, la puerta estaba entreabierta y pensé que no había nadie, pero cuando entré la vi a ella sentada sobre el escritorio, de piernas cruzadas, charlando con uno de los médicos, que la miraba risueño desde su sillón reclinado. Él se enderezó en seguida, carraspeó la voz, ella se quedó helada, pedí disculpas y me fui rápido. Desde ese entonces el trato con Jésica fue frío, me ignoraba todo lo que podía o se dirigía a mí con bronca, pero también me empezó a tratar mal el resto del equipo médico. Eran cosas tontas, como esa vez que una de las mesoterapeutas me acusó de haberme comido su yogur, yo le dije que no había sido yo pero si quería le podía comprar uno, y ella me gritó, se puso a llorar y se fue. La única con la que parecía estar todo bien era con Sandra, trabajar con ella era tranquilo, hablábamos de viajes o de comida, todos asuntos livianos. Una vez presenció cómo una de las instrumentadoras me retaba por algo que yo no había hecho, no intercedió pero después se acercó y me dijo al oído, susurrando: “hay alguien que lleva y trae y la estás ligando vos”, después me dio un beso en la cabeza y siguió su camino.

La gota que rebalsó el vaso sucedió la mañana de un viernes. Al consultorio llegó un señor alto y canoso, de traje y zapatos, apenas subió las escaleras dio un saludo general y se sentó directo en recepción. Estaba por indicarle que pase por mi escritorio cuando una de las mesoterapeutas me frenó y me explicó que ese era un periodista famoso y que a él no le teníamos que cobrar. Lo miré en detalle, no me sonaba ni su cara ni su nombre, tampoco su poco pelo en la sien. Como la cirugía de ese día se había demorado, me pareció acorde ofrecerle algo para tomar. Me aceptó un café, y de paso me hice uno para mí. Cuando volvía para el escritorio me frenó y me preguntó si hacía mucho trabajaba ahí, porque no me había visto nunca. Le conté que había arrancado hacía cuatro meses, “¿es tranquilo acá, no?”, me dijo mientras estiraba la cintura y giraba la cabeza hacia la ventana. Era un día frío pero diáfano, los rayos de sol se filtraban como podían por los recovecos de las cortinas. Le dije que en general sí, aunque los viernes estaba un poco más agitado, por las cirugías. Él giró hacia mí, apoyó el café sobre la barra de la recepción y yo lo imité. De fondo sonaba la radio, y en la tanda publicitaria se pudo escuchar una seguidilla de spots electorales, estábamos en julio  2011 y pronto serían las PASO. El periodista, que escuchó con atención, se rió fuerte y me preguntó a quién iba a votar, “no sé todavía”, le dije, aunque sí sabía, no tenía ganas de responderle. “Hoy voy a hablar de eso en mi programa”, me dijo, “Cristina va a perder y por mucho”, sentenció mientras se llevaba el último sorbo de café a la boca; cuando se inclinaba para atrás, un rayo de luz le rebotaba en la frente blanca y despejada. Agarré su vasito y el mío, y camino al tacho de basura le dije que para mí iba a arrasar. El periodista me miró serio por un momento, y después me sonrió, era una sonrisa soberbia, socarrona, “En tres meses vuelvo y si seguís acá, vemos quién tenía razón”, me dijo, justo antes de que el médico se asomara para llamarlo.

Al mediodía, como todos los días, salí a buscar los almuerzos. Cuando entré, noté que todo el personal estaba reunido en recepción, se sentía un clima tenso. Una de las mesoterapeutas, que tenía un cargo de supervisora o algo así, me empezó a gritar, yo todavía tenía la campera puesta y las bolsas en las manos. Aparentemente el señor periodista había presentado una queja en contra mío, algo de que le falté el respeto o no me había comportado correctamente, no sé. Me quise explicar pero no me dejó hablar, “cruzaste un límite”, me dijo. Después se dirigió a todos haciendo un repaso de las reglas del lugar, de lo que sí y lo que no, tenía puesto un ambo rosa y en una mano sostenía una bolsa transparente con agujas, no bajó el tono de voz en ningún momento. Me sentí incómoda y tuve ganas de llorar, como si me estuviera retando mi mamá o la maestra de la escuela. Almorcé sola en mi escritorio, sin hambre y llena de angustia, “no sé qué estoy haciendo”, me repetía a mis adentros. A última hora llegó Laura, saludó a todos y me vino a ver. Antes de que pudiera decirle nada me dijo que me quedara tranquila, que eran cosas que pasaban, que ya me iba a acostumbrar al trato con “famosos”, y remarcó la palabra con las manos, casi burlándose. Me hablaba con suavidad y calma, como si tratara con situaciones así cotidianamente, “Yo estoy muy contenta con tu trabajo, creo que tenés mucho que aportar acá”, dijo y mientras hablaba me distraje mirándole el pelo, le había crecido bastante en estos meses y los rulos cobrizos le caían por sobre los ojos.  La interrumpí de golpe y le dije que gracias, por todo, pero que no me sentía cómoda y no iba a volver. Hicimos un momento de silencio, y con la misma templanza con la que había empezado la conversación, me dijo que me entendía y me deseaba lo mejor. Agarré mis cosas, un par de libros y cuadernos que tenía desparramados por la mesa, dejé el uniforme en el locker, bajé las escaleras y me fui, corrí, casi como huyendo, como si el pelo no importara, como si me fuese a ir de viaje o estuviera cerca de ser feliz.


No hay comentarios: