21.10.21

Sobre cómo creer en Dios

1.

Son las nueve de la noche de un sábado y estás sentada, con tus amigos, en el patio del restaurante Harakiri De Una. Más tarde te vas a enterar que ese es su nombre real, que no es algo en japonés que ni idea, no, “De Una” significa tal cual eso, de una, como la expresión. En algún momento empezás a discutir con Dami, que está justo enfrente tuyo. Alternan puntos de vista con cucharadas de un arroz salteado con verduras; la idea era aprovechar el último fin de semana de frío para comer ramen, pero ya sentados y con la carta en la mano les avisan que se quedaron sin, “sin fideos y sin caldo”, les dicen. Dami cuenta la historia de cómo se enteró de que un investigador del área de lógica al que él admiraba mucho, era cristiano. En realidad no estás segura si dijo eso o católico, pero era algo de creer en Dios y practicar una religión. “Me sentí muy decepcionado”, les dice Dami. La mesa se divide en dos conversaciones organizadas en función a la distancia, vos estás en el medio y quedás en un lugar incómodo, no llegas a escuchar bien nada. Pero lo que dijo Dami sí lo oís y te choca. Al lado tuyo está Juan, que se dedica a las neurociencias  pero, sabés, a pesar de sus estudios y su rigidez, hay asuntos que le producen una reacción rara. No le gustan las películas sobre posesiones, nunca quiso jugar al juego de la copa y siempre lleva unas cintita roja en la muñeca, cosas así. Entonces vos y Juan se vuelven cómplices de una discusión sin fin con Damián, en donde tratan de argumentar que los asuntos de la profesión poco tienen que ver con las propias creencias, con la fe, y cuando decís “fe” se siente raro, en realidad siempre se sintió raro hablar de Dios. La charla termina de golpe cuando cae el mozo con la carta de postres, están varios minutos preguntándole qué significan los nombres, casi todos están en japonés. 

Mientras comparten una cheescake te empieza a caer un sueño atroz, sabías que era una jugada complicada eso de ir directo desde la osteópata; el cuello te pesa como si fuera de bronce, te lo querés arrancar, dejar de sostenerlo, que se haga cargo otro. Tratás de pensar en algún amigo que sea católico y no se te ocurre nadie. Tampoco creés que sean todos ateos, ni sabés del todo si vos sos atea, ni tenés idea cómo darte cuenta.

2.

“Como dice la Biblia, ‘ Dios concédenos la serenidad para aceptar lo que no podemos cambiar, valor para cambiar lo que podemos, y sabiduría para reconocer la diferencia’, o capaz lo dice Jesús, no sé bien”, le dijiste hace poco a un amigue. Pasó el fin de semana en tu casa, son días difíciles para elle, empezó a transicionar hace poco y todo resultó más complejo de lo que esperaban. Y tenía tanta angustia encima que ni se dio cuenta que, como parte de una táctica de consuelo, le citaste a la Biblia. Unos días después te enterás que en realidad eso que dijiste de memoria pero sin tener ni idea de dónde lo estabas sacando, se llama plegaria de la serenidad y se la atribuye a un tal Niebuhr, teólogo y filósofo. Qué raro, pensás, se parece a algo que podría decir la Biblia, aunque en realidad no tenés ni idea porque nunca la leíste.

3.

En una entrada del bloc de notas de tu celular, dice: “encontrar gracia en lugar de culpa”. La anotaste de un manotazo mientras mirabas la serie Misa de medianoche. No sabés de qué capítulo es, o en qué parte la dicen, o quién. Suponés que es del cura, en alguno de esos diálogos largos que van llevando la narración capítulo a capítulo. Aunque quizá no lo llevan y, al contrario, lo que hacen es detener, frenar el ritmo. Pensás que quizá era algún momento en el que hablaban de Dios, de que finalmente creer en Dios se trate de encontrar gracia en lugar de culpa, no sabés. Son varios los momentos donde te sentís cautivada, los discursos del cura en la misa de los domingos, por ejemplo, vos no fuiste a misa pero en algún lugar socavan, en algún rincón adentro tuyo se te despierta un recuerdo que todavía no podés ubicar. El rito católico más importante es el sacramento de la Eucaristía, o la comunión. El Monseñor de la serie utiliza el rito para repartir la sangre del vampiro, que es finalmente la que cura las aflicciones del pueblo, pero eso lo vas descubriendo después. En el medio está el rito, tu novio sabe que no estás bautizada pero igual te pregunta si alguna vez comulgaste. Le contás sobre esa vez, que quizá fueron varias pero no importa, que estabas un domingo en la iglesia con tu familia (algún bautismo o aniversario de muerte, no sabés), una de las poquísimas veces que habrás ido, y llegó ese momento, el de hacer la fila para comer la ostia y beber el vino, y te empezaron a insistir en que vayas, dale flor andá, te decían. Y vos te empezaste a sentir incómoda, como casi siempre que te insisten para algo, pero esta vez era mayor porque vos sabías poco pero de lo poco entendías que eso era pecado, que no podías, que no te correspondía. Que el cuerpo y la sangre de Cristo eran para otros.

4.

Tu familia materna es grande, numerosa, y por muchos años supo estar muy unida. Solían juntarse todos los fines de semana, una lista larga de primos, tías y tíos. En realidad más que nada, tías: tu familia es una familia de mujeres, por una serie de casualidades natalicias y por otras causas que tienen más que ver con varones yéndose y no volviendo. Hay algo en ser la mayor de los primos que te puso en un lugar distinto, separado del resto; tuviste que hacerte cargo de ciertos cuidados pero sobre todo de cargar con información, datos o eventos que por tu edad o posición la gente asumió que podías manejar, y sobre todo callar. La muerte del abuelo fue la primera de las muertes que los azotó: cabeza de familia, médico, padre de sus hijas pero también de varios de sus nietos, se murió viejo pero igual dolió, sacudió. Unas horas antes del velorio pasaste por la casa de una de tus tías, la idea era juntarse ahí y luego ir todos juntos. Ni bien entraste, tu primo Martín, apenas unos meses menor que vos, te agarró del brazo, te llevó rápido a una habitación, te sentó y mirándote fijo a los ojos, dijo con bronca, como aguantándose el grito: “el abuelo era homosexual”. Por tu cara supo lo evidente, que vos ya lo sabías hacía un montón. Se puso a llorar y lo abrazaste como se abraza a los varones de dieciocho años, por la espalda, con fuerza, como si se fuera a escapar. Al rato se secó las lágrimas con la remera, encaró para la puerta y antes de irse, te dijo: “Ah, y cuando eras chica, la abuela Dora te bautizó en secreto”.

5.

“Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin…’” pronuncia el padre Paul en la iglesia del pueblo, en la misa de pascua previa al domingo de resurrección. Y vos lo escuchás, desde la pantalla, desde tu sillón, después hay todo un ritual de muerte, y pensás en ese poema de Dylan Thomas que se llama “Y la muerte no tendrá dominio”, que habla de los hombres desnudos que han de ser uno solo, que aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor, y la muerte no tendrá dominio, algo así dice. Y que los que hace tiempo yacen bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos, y aunque ellos estén locos y totalmente muertos, sus cabezas martillarán en las margaritas, recitás para adentro mientras en la pantalla una horda de vampiros confundidos y sedientos tiñen de sangre los pisos, las paredes, los asientos. Una de las cosas que más te molestaba de ir a la iglesia esos pocos domingos que te tocó ir era no poder cantar ninguna de las canciones. No sé si te gustaban pero todos se la sabían y vos no, eso te dejaba afuera, te aburría, el tiempo pasaba distinto para vos. En esa época no tenías celular, eras chica, no había distracción más que quedarte mirando alrededor, las imágenes cuyo significado ignorabas, las personas que no entendías si estaban ahí por deseo u obligación o culpa que finalmente es más o menos lo mismo. Y en algún momento en el que habías logrado distraerte, la gente se empezaba a abrazar, pero vos caías tarde, no entendías, y luego sin mas se armaba la fila, la procesión hacia el frente, la ostia, la copa de vino,todo re resultaba un exceso. Y entonces llegaba lo peor, las tías arengándote, las miradas insistentes, y vos que no, que no podés. Pero tal vez podías, ahora pensás que todas lo sabían y por eso te empujaban, al cuerpo de alguien, a la sangre, a una posibilidad de poder morir y resucitar.


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