4.11.21

Algunas cosas sobre navidad

La navidad me estresa. No me gusta organizar cosas a las apuradas, y siempre estoy apurada, nunca con tiempo, con tranquilidad, no. Pensar comida para mucha gente, pasar tiempo con esa gente, sentir su estrés o lo que es peor, la falta de él, su calma, como si realmente lo estuviesen disfrutando. Me pone mal que no haya medios de transporte, que la gente maneje borracha, sentir que me quedé atrapada en una casa que no es mía, que no voy a poder irme. Me cuesta quedarme despierta hasta las 12, me aburro y me da sueño, de chiquita me iba a alguna habitación de la casa, me tiraba en la cama entre toda la pila de abrigos y carteras. Me gustaba irme sin que nadie se de cuenta, sigilosa, después mis papás pasaban largo rato buscándome, hasta que finalmente me encontraban, toda chiquita y aplastada por sacos, enroscada como un gatito. 

En septiembre del 2000 mis papás se separaron, después de años de peleas y amagues, finalmente mi viejo se fue. Pasó un tiempo en una pensión, deprimido y dejándome en claro que él no se había ido, que mi mamá lo había echado, pero yo tenía trece años, podía entender de qué se trataban esos asuntos. A los dos meses se mudó a un departamento pequeño en la calle Nicolás Repetto junto con su nueva novia, una compañera de trabajo quince años más joven. Lo que pasó después fue como una pendiente pronunciada que nos llevó a todos a la fosa común de diciembre. Mi mamá, entre la depresión y la hiperactividad, propuso que pasáramos navidad todos juntos, y así pasó: mi papá, mi hermana menor, mi abuelo y yo cenamos en un tenedor libre de Caballito. Todavía me acuerdo del olor de la comida toda junta, hervida, la fritura de las rabas, unos langostinos dudosos sobre un colchón de ensalada, de mi papá recibiendo el llamado a las doce, mi mamá, que nunca una copa, totalmente colorada por la botella entera de vino. Esa fue la última navidad que pasamos juntos, también la última vez que pisé un tenedor libre.

Tres veces pasé navidad sin ninguno de mis padres. La primera fue a mis quince años: mi papá se había ido a Uruguay, a visitar a la familia de su novia, y con mi mamá estábamos peleadas. Entonces me fui a lo de una tía abuela platuda, que tenía una casa alucinante de tres pisos en el medio de Belgrano R. De más grande me enteré que su marido había estado preso por estafador, y en la cárcel supuestamente había estudiado medicina, pero nunca nadie le vio un título. Se ganaba la vida atendiendo pacientes, tenía el consultorio y la sala de espera en el subsuelo de la casa, y mi tía le manejaba la parte contable. Esa navidad, justo después del brindis, aproveché la distracción de los fuegos artificiales para bajar al subsuelo, por primera vez. Aunque era muy grande, se parecía a cualquier consultorio promedio, con la diferencia de que estaba lleno de portarretratos con fotos de Ravi Shankar, velas y pequeños altares en distintas esquinas. Me dio mucho miedo, subí rápido a la planta alta y jamás le dije a nadie que estuve ahí.

La segunda vez fue en el año 2012, me había peleado con un novio y en un impulso rarísimo me compré un pasaje para ir a París. Hacía varios años que venía ahorrando para algo, todavía no sabía bien qué, y en París vivía Lau, una de mis mejores amigas. Yo nunca había ido a Europa ni tampoco viajado sola tan lejos, todo me resultaba una aventura que no terminaba de entender cómo había podido pagar. Viajé un 22 de diciembre y pasamos navidad en la casa de unos amigos del novio de Lau o algo así, un departamento pequeño y antiguo, en un piso cinco por escalera, lleno de gente de países distintos. Al principio me sentí entusiasmada, mantuve charlas en simultáneo en varios idiomas con gente que acababa de conocer. Pero después de comer y tomar bastante vino me agarró un sueño profundo y ganas de estar sola. Después del brindis me disculpé, saludé a todos, y me fui caminando. Apenas salí empezó a nevar y el frío me golpeó la cara, pero me sentí bien, con la adrenalina de estar sola, en una ciudad vacía, completamente ajena.

La tercera fue el año pasado. Con las excusa de la pandemia, cumplí un sueño: pasé la navidad en casa, con mi gata, solas las dos. Comimos pizza, ensalada y helado. Yo creía que eso iba a ser perfecto, una noche única, pero se pareció un poco a todas las demás, no tuvo nada de particular. Por ahí la perfección navideña es eso: que se parezca a cualquier otro día, sin excesos de comida o familia, sin regalos raros envueltos en papeles brillantes, sin viajes trasnochados ni incomodidades.

En diciembre del 2012 nació Augusto, el hijo de mi amiga Ale. Fue el primer bebé que llegó a nuestras vidas, y el único hasta el día de hoy, aunque ya sea un nene enorme, altísimo. A los pocos meses, Ale se separó del papá de Augusto, no salían hacía mucho y no supimos bien qué había pasado, pero ya no estaban juntos. Fue un año emocionante y complejo, nunca la vi tan feliz pero tampoco la había visto tan angustiada, supongo que estés con quien estés la maternidad debe ser algo de eso, de felicidad y angustia. Como la casa era grande y ella necesitaba ayuda, nos turnábamos entre los amigos para pasar tiempo con ella y darle una mano, tenía un cuarto chiquito con una cama cómoda en la que solíamos quedarnos a dormir. Cerca del primer cumpleaños de Augusto, mi amiga adoptó una gatita de la calle, blanca y negra, de apenas unos meses. A ella le encantaban los gatos y quería que su hijo se criara con una mascota, o eso decía. El día que fui a conocerla, Ale me recibió llorando a mares. “Mirá lo que hizo”, me dijo y señaló un árbol de navidad enorme, tirado en el piso con los adornos totalmente desparramados por el living. Yo me reí y le dije que no pasaba nada, que no era tan grave, ella caminaba por toda la casa llorando, “carísimo me salió, carísimo”, le gritaba a la gata, escondida bajo una mesa. Con la intención de aflojar un poco el ambiente, le hice un chiste sobre la navidad y la religión, y al final para qué quería un arbolito si nosotras en esas cosas no creíamos. Mi amiga me miró enfurecida y dijo que yo no entendía, que esas cosas eran importantes, que Augusto lo necesitaba, “ya suficientemente raro es todo en esta casa como para encima no tener un arbolito de navidad”, me dijo. La dejé llorar y, en silencio, me agaché a levantar una por una las bolitas brillantes, azules y doradas, repartidas caprichosamente por el piso.

No hay comentarios: