5.8.21

Tres párrafos en tres días

domingo, me convertí en un lector de comienzos

mi vicio de pandemia son los newsletters. durante el 2020 acumulé suscripciones, por sugerencias de amigos primero, o por fragmentos que gente que sigo en redes decidía compartir, luego por autores que los mismos creadores de los newsletters iban recomendando. este año, con menos sorpresa y entusiasmo, en esto y en casi todo lo demás también, me fui dando de baja de los que ya no leía o me daban fiaca, y me quedé con cuatro o cinco. la mayoría llegan los fines de semana así que decreté el domingo como el día oficial de lectura de newsletters, un pequeño ritual que siento que me acerca esa vieja costumbre de lectura de diarios domingueros. a mi casa de la infancia no llegaba ningún diario, calculo que porque no teníamos plata para esas cosas, pero mis viejos compraban clarín y yo esperaba ansiosa la revista viva; la devoraba, leía todas las notas, incluso las que no entendía o las que eran publicidades encubiertas. mi favorito eran las cartas de lectores y los juegos donde había que resolver algún enigma, pero leía todo. por esos años que yo llamo mis años dorados como lectora, lo único que me interesaba hacer era leer, leía mucho, rápido y sin prejuicios. uno de los newsletter que más me gusta se llama “vueltas a la cama”, lo escribe un chico que se llama imanol, y el último, el #17, se titula “estamos condenados a leer”; además del insomnio, que pareciera ser el hilo conductor de todas sus entregas, imanol habla del problema de concentración que tiene al momento de la lectura, de la indecisión, de su mesa de luz con una pila de libros empezados y abandonados. “me convertí en un lector de comienzos”, dice. me reconocí en casi todo lo que dijo: me estuvo pasando, eso de no poder concentrarme, y hace no mucho mi mesa de luz era igual. pero un día decidí que ver esa torre de deudas me hacía mal y que tenía que cambiar de estrategia: me quedé con uno, que guardé en el estante de abajo (a mano pero no a la vista) y los demás los reubiqué en la biblioteca, “si los quiero los voy a ir a buscar”, me dije. al tiempo me descubrí haciéndome trampa, fui armando pilas de libros empezados en distintas partes de la casa: la mesita ratona, el escritorio, arriba de un mueble, cualquier lugar menos la mesa de luz.

lunes, florecimiento de los cerezos

el lunes venía en picada hasta que me topé con una foto que compartió alguien de un cerezo floreciendo, decía que era la época y que aprovecháramos a ir al jardín japonés. yo de plantas no sé nada pero la foto me convenció, llamé a una amiga y aceptó en seguida. y cuando digo que me convenció me refiero a: había algo de esas flores rosas y de ese paisaje que me transmitió una especie de calma; no la calma en sí, más bien una promesa a futuro. suficiente para mí. mi amiga me pasó a buscar y fuimos caminando, vivo cerca y dentro de unos meses me mudo, me pareció que estaba bien empezar cierta despedida barrial, aunque no haya pisado el jardín japonés en estos cinco años de vivir en palermo. hicimos una fila, bastante gente para ser lunes, pensé. ni bien entramos, mi amiga me agarró del brazo y caminamos hablando poco, lo  justo. los pasos eran lentos, frenábamos en cada planta, leíamos los carteles, sacábamos alguna foto. ella tiene una casa con jardín, cuida sus plantas, hace compost y esas cosas; se la veía concentrada y contenta. yo pasaba los ojos por los árboles pero no sentía nada. finalmente llegamos a un caminito lleno de cerezos florecidos. mi amiga me abrazó y me dijo que gracias, que esto le había hecho muy bien. nos quedamos mirándolos un rato largo, había algunos más fucsias y otros más blancos, ninguno estaba lleno, ninguno desbordaba, ¿faltará que florezcan aún más o son así, moderados? también me pregunté si será posible ver el momento exacto en que se abre una flor o es de esas cosas que no te das cuenta hasta que son muy evidentes, como cuando te crece el pelo, o avanza el invierno y se hace de noche más temprano o se te pasa la angustia y te empezás a sentir más tranquila, no sé.

martes, el cuerpo compensa

hace casi un mes me esguincé el tobillo. sucedió de forma tonta y evitable cuando salía de la osteópata, paradójicamente. yo venía hacía un par de meses caminando mucho y metiéndole al ejercicio físico porque encontré que esa disciplina me ponía feliz, algo de eso que dicen de las endorfinas se ve que es cierto. los cambios de hábito que trajeron la pandemia y el encierro me hicieron sentir, en algún momento, confundida, perdida: no tener que ir todos los días al trabajo, más o menos a la misma hora, fue una bendición pero también una mochila llena de rocas. tenía un montón de tiempo del que disponer a mi gusto y todo me resultó abrumador. pautar clases con horarios fijos de gimnasia fue como tirarme una soga a mí misma, rescatarme de un pozo de sedentarismo y apatía. funcionó, me ordenó. a las clases le sumé caminatas diarias, me bajé una app para saber cuántos kilómetros hacía, me puse metas. a los meses, me torcí el pie y todo eso se acabó; volví a la cama, al tiempo que no sabía bien cómo organizar, a los movimientos torpes, me mandaron a usar una bota que me ponía y sacaba cada vez que quería ir al baño o a la cocina. cumplí mi condena en silencio, con una paciencia que desconocía de mí. las semanas pasaron, me dieron el alta y la bota quedó atrás, pero el cuerpo, como un jenga al que le sacaron una pieza que lo hizo tambalear, me empezó a doler: primero las piernas, después la cintura, más tarde el cuello. el médico fue claro: el cuerpo compensa, me dijo, le faltaba uno de sus dos apoyos y todo se empezó a mover para poder funcionar igual, y yo me sentí como un rompecabezas incompleto al que le forzás una pieza o una de esas plantas que tuercen su tallo para hacerse espacio y poder asomar un poco al sol.


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