16.1.21

Un calor espectacular

1.

Me desperté un rato antes de que suene la alarma, quería asegurarme de no olvidar nada: el vestido, los zapatos, el maquillaje, la ropa común. Pablo dormía boca abajo, me movía con tranquilidad sabiendo que ningún ruido era capaz de despertarlo. A las ocho teníamos que estar en Viamonte y Azcuénaga, yo vivía cerca, pero la bota de Pablo en su pierna izquierda hacía todo más lento. A Ramiro y su novia mucho no los conocíamos, pero el viaje era largo y compartir los gastos de la nafta nos convenía a todos. Insistieron en que los pasemos a buscar, a pesar del esguince de Pablo y ser ellos los del auto, algo que me puso de un leve mal humor, “cuando aprenda a manejar voy a llevar y traer a todos”, pensaba, pero nunca aprendí. A las ocho en punto llegamos a la puerta del departamento, estábamos los dos en silencio, a Pablo le costaba todo en general: la mañana, la bota, necesitar sí o sí de mi ayuda. Yo no sabía bien cómo manejarlo así que me limitaba a ir a su ritmo y a su humor, simular que también eran los míos. El viaje fue ameno, la ruta siempre me gustó, hay algo de la velocidad y la repetición del paisaje, llano, homogéneo, que me relaja y me da calma. Pablo se entretuvo charlando con Ramiro, se hizo cargo del mate, que pasaba de atrás para adelante al ritmo de la conversación. Los tópicos eran los esperados para un grupo de personas que trabajaban juntos: la oficina, los chismes, el sueldo, un poco de política, un poco de fútbol. Ese año se había jugado el mundial, habían pasado meses, pero la gente seguía hablando de que casi somos campeones, casi. Yo de vez en cuando metía bocado, pero me mantuve casi siempre en silencio, repasando mentalmente la sucesión de eventos próximos: unas horas de ruta más, cruzar Rosario, seguir un poco hasta llegar a Rafaela. Luego ir al Hotel Campo Alegre, dejar las cosas en la habitación, dar aviso de nuestra llegada. Y encontrarme, inevitablemente, con Santiago.


2.

Ramiro manejó bien, pero por sobre todo rápido, cosa que agradecí. No tanto por la pierna, después de casi un mes ya estaba acostumbrado a que todo fuera incómodo: la piel contra esa textura esponjosa, la picazón, el calor que para octubre ya se hacía sentir. Me estaba meando hacía horas, sabía que al medio termo tenía que cortar, a veces no me doy cuenta y me paso de rosca. Como con la comida cuando ya no doy más y después me duele la panza, o con la cerveza, o cuando pegué la mortal para atrás al final de la clase, cansado, solamente para mostrarle a la profe que podía, y bueno, un boludo. Cuando llegamos al hotel bajé apurado, María me dijo que espere, que me ayudaba y la verdad yo creo que podía solo, pero me gusta un poco eso, lo de tenerla cerca. Cuando Nico nos avisó que se casaba y que la fiesta era en su pueblo, me encantó el plan, y creí que a ella también, pero estas últimas semanas estuvo rara. Quizá medio podrida de visitarme en lo de mis viejos, o de tener que sostenerme las muletas en la puerta del baño, no sé, un poco la entiendo, debe ser un plomo. O por ahí está triste porque no vamos a poder bailar, le encanta bailar y nunca tenemos una fiesta. Apenas subimos a la habitación, María dejó su bolso, colgó su vestido negro y mi traje prolijamente en el armario, y acomodó sus cientos de cremas y cremitas en el baño. Me reí de su exceso, pero ella me ignoró, se sacó la ropa y se tiró en la cama, aún tendida. “Despertame a las seis”, me dijo, y cerró los ojos.


3.

“¿Llegaste? Estamos en la pile” le escribí, tipo cuatro. Cuando bajé a fumar, vi el auto de Ramiro estacionado, un Ford Fiesta Kinetic del 2012. Buen auto, con buen clima, de Buenos Aires a Rafaela, en seis horas estás. Ramiro maneja bien, el feriado puente que pasó nos fuimos con él, su novia y Sole a pasar el día al country de su familia, cerca de Ezeiza. Cuando volví de fumar me lo crucé camino a la pileta, me dijo que el viaje había sido tranquilo y hablamos de lo lindo que estaba el hotel. “Salió, qué, un palo por lo menos, ¿no?”, me dijo Ramiro, “por lo menos dos”, le contesté, mientras miraba de reojo el celular. “Es de mala educación hablar de eso, Santi”, irrumpió Soledad, no la había visto venir, tenía el bikini chorreando agua, me sacó la toalla, me dio un beso en la frente y se tiró a unos metros nuestro, culo para arriba, a tomar sol. Rami seguía hablando de guita y lo interrumpí para preguntarle por María. Me dijo que la había visto en el ascensor, que lo estaba ayudando a Pablo con los bolsos y las muletas, “¿Pablo? ¿Pablo, de Sistemas?”, le pregunté. “¿Qué, no sabías?”, me contestó, dos segundos antes de tirarse de bomba a la pileta.


4.

Abrí los ojos y vi a Pablo peleando con el control remoto del aire. Hacía un calor fatal, los rayos de sol me pegaban diagonalmente en el cuerpo y sentía que me hervían las piernas. Manoteé la botella de agua de la mesa de luz con una mano, y con la otra, el celular. Eran pasadas las cinco, no tenía casi batería y tampoco energías para buscar el cargador. Pablo estaba sin remera, desde la cama podía ver cómo las gotitas de transpiración le descendían por los omóplatos, por la cintura, hasta caer en su bóxer azul francia. Después de varios insultos y golpes en seco contra su propia mano, arrojó el control contra la mesa. Me paré y lo abracé por la espalda, sentí como tensaba los músculos, como en guardia, y le besé el cuello. “¿Vamos a la pile?”, me dijo mientras me rodeaba la cintura con sus brazos. Nos pusimos la malla, yo agarré las dos toallas grandes del baño, las ojotas y un libro. Pablo se cargó un pack de latitas de cerveza, que no sé en qué momento adquirió, y no quiso ponerse la bota, tenía miedo de que se moje, dijo que con las muletas iba a estar bien. Caminamos despacio, el golpe del aire acondicionado del hotel fue aliviador y nos terminó de despertar. En la pileta estaban todos los de la oficina, fue extraño verlos en traje de baño y toallones de disney, como de una intimidad inesperada, incómoda. Santiago estaba sentado en una silla de caño, a la sombra, tenía lentes negros y la remera puesta. Al lado suyo vimos unas reposeras libres y apuramos el paso de las muletas, “¿Qué tal, jefe?”, le dijo Pablo, riéndose, mientras dejaba caer todo el peso de su cuerpo con fuerza sobre el plástico blanco. Acomodó la pierna lisiada horizontalmente y sobre ella, se abrió una cerveza. “No soy tu jefe acá”, le contestó Santiago, no sé si me miró a mí, a Pablo o su reciente cicatriz rosa y brillante que le recorría por la tibia.


5.

“¿Con quién charlabas en la pileta?”, me preguntó Sole, de golpe, mientras se pasaba una brocha por la cara y se miraba, concentrada y cerca, al espejo del baño. Yo ya tenía el traje puesto y estaba sentado en la punta de la cama, esperándola. Le dije que con gente del trabajo, pero esa respuesta no pareció conformarla. Me preguntó qué le había pasado al chico de las muletas, “no sé”, le dije, mientras revisaba las notificaciones del celular. María me había mandado una foto de la vista de su habitación, un cielo estrellado que chocaba con la negrura de los árboles y la ruta. “Buen balcón, ¿les anda el aire?” le respondí, y me dijo que a veces sí y a veces no. A eso de las ocho bajamos a la recepción, el salón estaba del otro lado del hotel, cruzando el estacionamiento. Soledad estaba radiante, tenía un vestido rojo largo hasta los tobillos con un escote prominente. En el camino nos fuimos cruzando con el resto de los invitados, nos desplazamos todos juntos, la mayoría vestíamos de negro y era imposible distinguir si íbamos a una fiesta o un velorio. Llegamos y vi a María parada a un costado, sola, fumando. También vestía de negro, tenía la espalda descubierta y la piel pálida. Sole entró con la multitud y yo me desvíe por el pasto para fumarme un cigarrillo, frente a María. Nos quedamos en silencio un rato hasta que en algún momento empezamos a hablar de pavadas, del hotel, del clima, del calor sofocante que ni a esas horas parecía dar tregua. Me preguntó si había venido en mi auto y le contesté que no, que vine en el de Tomi. “¿Se mudó con la novia al final?”, dije que no, que al final no, pero que el mayor se iba a casar el año próximo, o eso decía. María abrió los ojos, me sonrío y me dijo que el casamiento de un hijo era algo importante y único, y me preguntó si estaba contento. “No sé”, le contesté, y las luces del salón empezaron a titilar.


6.

Para cuando María entró, yo ya iba por el tercer gin tonic. La mesa era de seis, hacía tanto calor que nadie tenía ganas de hablar. Me picaba la pierna como nunca y había improvisado un rascador con el tenedor que le robé a la mujer de Santiago mientras se retocaba el labial, usando el celular como espejo. Le pregunté a Ramiro si sabía qué estaba pasando con el aire acondicionado y me respondió arqueando los hombros para arriba, en señal de ni idea. En la mesa había un despliegue de platos y platitos con empanadas, canapés y algunos sanguchitos de carne caliente, María no había tocado ninguno. Le acaricié la espalda, estaba suave y fresca, como recién salida de un río, y le besé el hombro descubierto. María me sonrió con timidez y puso su mano sobre mi cara, “estás borracho”, me dijo, y le contesté que no tanto, no todavía. Sus dedos olían a tabaco y a crema de manos. Desde la otra punta, Santiago apareció con una especie de vino blanco, lo abrió con ruido y nos lo mostró en señal de ofrecimiento. Le dije que gracias, pero con mi trago estaba bien. María extendió su copa, Santiago le sirvió hasta la mitad y rellenó el resto con hielo, en ese orden. Mientras bebía de a sorbos, le pregunté si se sentía rara, digo, con eso de compartir un evento así con su jefe. “Un poco”, me respondió, y una música pop fuerte irrumpió el momento. Los novios entraron al salón, de la mano y a las corridas, todos se levantaron y empezaron a aplaudir, intenté pararme y olvidé que una de mis piernas no me respondía. Sentí el sacudón que me tiraba para abajo, mientras el ruido, las luces y el alcohol empezaban a sacudirme un poco la cabeza.


7.

A los novios y los padres de los novios, se les habían sumado una serie de invitados que, de a poco, se animaban a pisar la pista. Ramiro y su novia bailaban el vals con pasos exagerados y torpes, desde donde estaba podía verlos reír y eso me daba risa a mí también. Pablo se había ido, sin las muletas, hasta la tarima del DJ, y le hablaba enérgicamente; por alguna razón lo creía responsable de que el aire acondicionado no anduviera. Agitaba las manos y, a cada palabra, volcaba un poco del gin tonic que todavía le quedaba en el vaso. La novia de Santiago perseguía a uno de los camareros porque decía que le faltaban los cubiertos, el hombre la ignoraba y ella le dijo que iba a ir a buscarlos a la cocina, que no pensaba perderse la comida. Supongo que debía estar un poco pasada de copas, porque hasta el momento, toda la comida podía resolverse con las manos. Santiago me miraba desde la otra punta de la mesa, se había sacado la corbata y tenía el saco y parte de la camisa abiertos. El calor era realmente espectacular. En un momento arrimé mi silla y Santiago también, y quedamos cerca, a la altura del Torrontés que para ese entonces estaba vacío. “Te queda bien el pelo así, más largo”, me dijo, mientras me acomodaba un mechón suelto por detrás de mi oreja. Sus dedos olían a tabaco y empanada frita. Santiago se paró de golpe, me extendió la mano y me preguntó si quería bailar. Sin esperar respuesta, tironeó de mi brazo con suavidad y, esquivando las bandejas de los camareros, caminamos hasta el centro de la pista, húmeda y brillante.


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