24.11.20

Como un golpe suave

Me desperté a media mañana con el cuerpo pegajoso, esa sensación extraña que da dormir en un colchón sin sábanas. Era domingo, el primero que pasaba en mi nuevo departamento de la calle Billinghurst, un monoambiente bastante amplio y luminoso al que le había arrancado un muy buen precio. Caminé entre las cajas todavía cerradas y, pegando unos saltitos, llegué al baño. Puse la cara bajo el chorro de agua fría durante varios minutos, sentía que tenía la almohada pegada, un sueño atravesado hacía días que no se me iba. Me miré al espejo y sentí la panza revuelta, “tengo que comer algo”, pensé. Me calcé un vestido liviano que logré rescatar de una de las bolsas, era octubre pero hacía un calor intenso e invasivo, y salí a la calle. No conocía el barrio así que me puse a caminar para Av. Córdoba, a las cuadras me topé con un barcito muy simpático, tenía mesas afuera y sonaba de fondo una especie de jazz tranquilo. Me pedí un licuado y un tostado de queso y lo comí apurada. A la mitad empecé a sentir náuseas y frené. Me quedé mirando por la ventana, no eran ni las 12, el barrio estaba calmo, soleado, todavía quieto. Pedí la cuenta y encaré de nuevo por la avenida. A las pocas cuadras me topé con un Farmacity, en la puerta pude sentir el golpe del aire acondicionado en la piel. “Necesito jabón”, pensé, y me puse a recorrer las góndolas. Llevé varios paquetes de esos de glicerina, los que no huelen a nada, pasta de dientes, toallitas, forros y un test de embarazo. Me reí a mis adentros imaginando la reacción del cajero, pero pasó los productos sin pensar nada, sin siquiera mirarme. Volví al departamento, dejé las cosas y, como me estaba haciendo pis, aproveché y me llevé el evatest conmigo. Seguí las instrucciones como alguien que repite una acción conocida o toma una medicación de rutina,  con la cabeza en blanco, mirando las paredes y proyectando unos cuadros pequeños colgados y distintos objetos de decoración. En algún momento el tiempo se cumplió, me limpié, subí la bombacha y miré la tirita reactiva: dos rayitas rojo furioso, casi violetas, pintadas sobre el fondo blanco. El baño de mi casa nueva tenía un espejo inmenso que ocupaba casi la pared entera. Abajo, la bacha y una mesada igual de grande y larga, con un mueble espectacular debajo, espacioso, fueron uno de los detalles que me convencieron que tenía que vivir ahí. Eso y la bañadera, y la luz que entraba a toda hora, dos cosas innegociables. Me miré un rato largo, entonces, en ese espejo fascinante, apoyé la tirita en la mesada, me lavé las manos, la cara de nuevo, y salí. Arranqué por las bolsas, en su mayoría llenas de ropa. Escuché que se pronosticaba una primavera de temperaturas altas, así que la de invierno la acomodé en una valija y la guardé en la parte alta del placard. El resto la tiré en la cama, todavía sin sábanas, y empecé a clasificarla: cosas que se cuelgan de un lado, cosas que se doblan del otro, ropa interior en el medio, los jeans en el piso. El mueble era inmenso y hecho a nuevo, tenía todos los espacios que necesitaba y siempre soñé: cajones grandes y profundos, estantes altos, incluso un mueble especial para colocar el calzado. Durante horas acomodé prenda por prenda, con un criterio y un método que, estaba convencida, era inmejorable. Hasta que sonó el teléfono y el ruido me sacudió de ese sueño lúcido en el que a veces te pone una tarea en la que te concentrás mucho. Era mi mamá, para recordarme que a la tarde teníamos el cumple de la tía Mariana y que por favor no me olvide de llevar bebida. Se ofreció a pasarme a buscar pero le dije que prefería no, que tenía muchas ganas de tomarme el colectivo sola, por primera vez en el nuevo barrio, a lo que luego de un breve silencio me contestó con un “bueno, hija”.

La tarde se tornó más fresca, así que decidí cambiarme. Miré encantada mi nuevo placard, ordenado y equipado, quise ponerme todo y nada a la vez. Opté por mantener el vestido y sumarle un jean negro debajo, manoteé un buzo y salí nuevamente a la calle. El viaje en colectivo fue increíble, me sorprendió darme cuenta lo corto que resultó el trayecto de Almagro a Flores. Llegué a lo de mi tía con dos Coca Zero bajo el brazo, ninguna mujer de mi familia hubiera tolerado la Coca común. Mi familia es numerosa, algo que a veces me cayó bien y otras no tanto, pero bueno, es lo que es. La reunión se dividió en sectores y, después de los protocolos del saludo y los abrazos, me fui a uno de los cuartos, donde estaban reunidos los primos que me caían bien. Nuestras edades siempre estuvieron cerca, yo soy la mayor de ellos aunque también tenemos un primo un año más grande, pero nunca cayó bien, así que hacemos como que no existe. Me preguntaron por la mudanza y por la nueva casa, les dije que estaba cansada y que el depto hermoso, que tenía un placard de ensueño y un baño inmenso, todo hecho a nuevo. Les conté además que el edificio era chiquito y en el último piso había una terraza, un quincho y unas parrillas, y que si te anotabas en una planilla con tiempo, te daban permiso para hacer asados y esas cosas. Se entusiasmaron un montón con las amenities, en mi familia nunca faltó nada pero tampoco sobró, crecimos con lo justo y nos acostumbramos a eso, a no pedir ni necesitar mucho. Un edificio con “comodidades” nos parecía un hogar de alguien platudo, alguien que nunca fuimos nosotros, así que nos sentíamos felices, extasiados, como tocados por la vara mágica de un hada.

A eso de las nueve soplamos las velitas y cortamos la torta, en nuestros cumpleaños hay un acuerdo implícito de siempre hacer la misma: bizcochuelo casero de chocolate, una capa generosa de crema con duraznos de lata en el medio, cobertura de chocolate y unas frutillas por encima. La mayoría de mi familia cumple años entre septiembre y noviembre, y creo que por eso el asunto con las frutillas, siempre es temporada. Mientras mi tía cortaba y repartía los pedazos, busqué el celular y le mandé un mensaje a mi novio: “Estoy en lo de mi tía Mariana, ¿me venís a buscar?”, a lo que respondió que dale, que en un rato estaba. Un poco antes de las diez me despedí de todos y uno de mis primos bajó a abrirme, me dio un abrazo y me dijo que nos veíamos el finde que viene, para estrenar la parrilla nueva. A pocos metros de la puerta vi el Fiat Uno rojo en doble fila, apuré el paso y me metí al auto. Nos saludamos con un beso chiquito, veloz, y arrancó rápido para no perder el semáforo. “¿Vamos a mi casa, no?”, me dijo sin separar la vista del frente. Le dije que sí, que dale, pero si antes podíamos pasar por el río. “¿El río?, tipo, ¿la costanera?”, me contestó, ahora sí, girando la cara para mi lado. Asentí con la cabeza, él sacó el celular, miró la hora y me dijo que bueno. Agarró Boyacá derecho, pasó Agronomía y se metió en un túnel de Chorroarín que siempre me encantó, es oscuro, profundo y durante algunos segundos no se llega a ver la salida del otro lado. En ese momento bajé la ventanilla rápido, asomé la cabeza, y sentí como el frío de la velocidad me caía en la cara, como un golpe suave.

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