30.10.20

mi historia íntima con ese pedazo de agua

Mi historia íntima con el mar empieza mucho antes de haber nacido. Mi papá tenía cinco años cuando Rodrigo, su padre, se fue a Colombia para no volver nunca. Ángela, mi abuela, quedó sola a cargo de tres hijos de 2, 5 y 6 años. Trabajaba de maestra y vivían en la que había sido la casa de sus padres, un caserón medio venido a menos en el barrio de Saavedra, cuando éste era aún más lejano y desolado que ahora. La plata no alcanzaba y la soledad no parecía ser una opción, así que Ángela, como pudo, se subió primero a un avión con destino a Bogotá y luego a un micro a Barranquilla, para traerlo a Rodrigo de vuelta. Yo todavía no sé si ésas son cosas que se piden, tampoco creo que mi abuela tuviera mayores certezas, pero la desesperación o su testarudez la llevaron a esa aventura incierta que es pedirle a un hombre que vuelva. Rodrigo no volvió, mi abuela estaba ahora sola y completamente lejos de su hogar y sus hijos. Como tampoco tenía dinero hizo lo que, en sus palabras, “cualquier mujer hubiera hecho”: se metió de polizona en un barco de carga con destino a Buenos Aires. Con toda la suerte que solo las personas como mi abuela saben tener, no la descubrieron sino hasta varias horas después, mar adentro, sin ninguna posibilidad de volver. “Señora, en el próximo puerto la bajamos”, la amenazó el Capitán, furioso por ver en su metro setenta, en su figura esbelta y su pelo largo, negro y brillante, una suma de problemas con los que él no quería saber nada. Pero para ese entonces, iban a pasar un montón de días en los cuales Ángela se iba a encargar de ganarse su simpatía y la del resto de la tripulación, convenciéndolos de que ella también era una parte indispensable de esa travesía. Casi tres meses pasó en ese barco, la única mujer entre unos cincuenta varones que, asegura, jamás le faltaron el respeto. Nunca me dio muchos detalles de todo ese tiempo extraño, pero a veces me gusta imaginar que vivió alguna historia de amor intensa o una amistad profunda. Algo que le compensara la tristeza que, sin dudas, llevaba encima. “A veces me tiraba a tomar sol en cubierta, y el Capitán me retaba”, me confesó una vez, con el tono de voz de quien cuenta un secreto cuidadosamente guardado, “Ángela, qué voy a hacer con usted, en traje de baño delante de todas estas bestias”, agregó, imitando una voz grave que mucho no le salía. Nos reímos las dos, mi abuela me habla del Capitán de ese barco con cariño, como un padre que supo cuidarla, marcarle los límites, traerla sana y salva a casa. A veces pienso en el océano como un manto oscuro, agitado y peligroso que mi abuela tuvo que atravesar, cual Ulises, para volver a casa, y se me llena el cuerpo de miedo. Otras pienso en el silencio, en el movimiento suave, en las playas y la espuma de las olas pegándole en los pies, su pelo largo, negro y brillante sacudido por el viento, la mirada al horizonte, firme, de espaldas a todo eso a lo que ya no va a volver más.

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