7.10.20

La máquina de Dios

De todas las materias que solía desaprobar anualmente, física era, por lejos, la que más odiaba. Había en mí, seguramente, algo de vagancia y capricho; con los años, con la distancia, no creo hoy que fuera una asignatura tan difícil, pero requería de dos virtudes de las cuales siempre carecí: atención y constancia. Fue, desde ya, la última materia que rendí para tener el título de bachiller. Además de la cursada, teníamos unos trabajos prácticos grupales, obligatorios y a contra turno, donde hacíamos unos experimentos aburridísimos cuyos resultados debíamos volcar sobre una serie de informes. Como iba al turno tarde, al poco interés general se sumaba el odio que me producía tener que despertarme mucho más temprano de lo habitual. Recuerdo mañanas gélidas esperando el 126 en Avenida Directorio, desabrigada y de mal humor, como cualquier adolescente promedio. En quinto año armé grupo con mis más amigos y entre todos nos pusimos de acuerdo en no hacer los trabajos prácticos, ni uno. Me acuerdo que una tarde recibimos una citación del jefe de departamento, quien no entendía por qué no estábamos cumpliendo con esa obligación. “Van a tener que rendir en diciembre si no completan las entregas”, nos advirtió con tono feroz. Enseguida habíamos asumido que, como igual no íbamos a aprobar, no queríamos perder más tiempo ni horas de sueño en ese ritual inútil. Éramos inmunes a sus amenazas. Años más tarde nos enteramos, por el hermano menor de alguien, que la historia gozó de cierta fama entre las generaciones menores, “el grupo que se negó a ir a los TP”, que hubo incluso otros grupos de estudiantes que nos imitaron, con el mismo éxito, así que eventualmente tuvieron que cambiar las reglas. Cuando pienso en física me acuerdo de este pequeño y tonto acto de rebeldía pero también, y sobre todo, de Gonzalo. Gonzalo Fernández Pardo, su nombre completo me resuena en la memoria casi como ningún otro de ese entonces, fue ayudante de física por varios años. Los ayudantes estaban a cargo de dictar los trabajos prácticos, pero también solían dar clases de apoyo a quienes lo necesitábamos. A mí nunca me tocó Gonzalo en los TP, siempre tenía tipos antipáticos y aburridos, de tonos de voz monódicos y chombas a rayas adentro del pantalón, quizá por eso no quise ir más, no sé. Los detalles no los recuerdo con precisión, pero sé que cuando lo vi, todo cambió. El 2005 fue mi último año de secundaria y el primero en el que tenía un motivo para ir al gabinete de física, llevaba una lista de ejercicios que no había podido resolver. Memoricé sus horarios. La realidad es que Gonzalo, además de alto, delgado y con una cara como salida de una película indie, era muy buen docente. Atendía todas mis consultas con precisión y simpatía, tenía un muy buen sentido del humor, se reía estirando ampliamente la boca a lo ancho de su cara, a la par que los ojos, negros como la noche, se le ponían chiquitos. Tenía una nariz grande, puntiaguda, y una espalda encorvada que le hacía juego con su ropa holgada. Una mañana de esas en las que llegaba temprano especialmente para verlo, me encontré con una amiga que también estaba ahí. Gonzalo le estaba explicando algo de circuitos eléctricos, ella lo escuchaba con mucha atención, él hacía anotaciones en su cuaderno, ambos sonreían. Sentí que mi secreto había sido descubierto, me sentí confundida y traicionada. Esa misma tarde hablé con ella y, para mi sorpresa, resultó que a casi todas las chicas del curso les gustaba Gonzalo. El malestar se disipó y entonces me sentí feliz, me sentí parte de algo grande que nos unía a todas. Armamos unos planes ridículos para conquistarlo, en los recreos lo buscábamos y nos quedábamos paradas alrededor suyo, le hacíamos preguntas de cosas que no entendíamos y que él apenas lograba explicar sin que le ganase la risa o la vergüenza.

De mis amigas yo era la única a la que le seguía yendo mal en los exámenes, así que, aunque fuera sin querer, siempre terminaba pasando más tiempo con él. Gonzalo no era mucho más grande que yo pero lo suficiente como para que ambos supiéramos que había un límite imposible de cruzar. A veces creía que él sabía de todos mis sentimientos, otras que el disimulo me salía bien; él era tímido, respetuoso, y siempre cuidaba las formas. Por ese entonces yo andaba con un chico de mi curso, hacía un par de años que oscilábamos entre la amistad y el amor, un sin fin de idas y venidas llenas de indecisión y conflicto. Pero ese año había arrancado con una ruptura y periódicamente teníamos esas conversaciones largas y profundas en las que no llegábamos a ninguna parte. Una tarde Gonzalo nos vio, se había hecho de noche y estábamos en la esquina de la escuela, hacía mucho frío y yo lloraba con la cara envuelta en una bufanda a cuadros. Gonzalo nos vio, desaceleró el andar y me hizo un gesto sutil con la mirada, que devolví como pude, en señal de que estaba todo bien. Al otro día tuvimos clase de física, yo seguía triste y esas cosas siempre se me notaron en la cara. Cuando sonó el timbre del recreo, me quedé en el aula haciendo tiempo. Gonzalo estaba ahí y esperó a que se fueran todos para preguntarme cómo estaba. Me moría de ganas de narrarle todos mis dramas con detalle, pero le dije que bien, que más o menos, que iba a estar bien, como para guardar el misterio. Después me contó que con su novia se conocieron en la escuela pero recién muchos años después pudieron “quererse bien”, me dijo, que ahora vivían juntos en San Telmo. Me los imaginé a los dos en una casa antigua, de techos altos, pisos de pinotea, y un balcón a la calle, con un gato, o dos. Él haciendo ecuaciones en una mesa amplia, de hierro, ella tirada en el sillón leyendo alguna revista, el sol pegando diagonal sobre sus rostros exóticos. “Quererse bien”, me repetí en voz baja, y nos miramos un ratito hasta que sonó el timbre otra vez.

Del colegio me alejé lo más que pude, terminé de rendir las últimas materias y hui como quien se escapa de una prisión o una central nuclear a punto de explotar. Con el chico de las charlitas y el drama me puse de novia y estuvimos juntos un montón de años, no sé si pudimos querernos bien, pero nos quisimos mucho. En el año 2010 leí su nombre en una nota del diario: Gonzalo Fernández Pardo era uno de los argentinos seleccionados para participar en un proyecto llamado “La máquina de Dios, un “gran colisionador de Hadrones” hecho para recrear las condiciones en que se produjo el Big Bang y desentrañar los enigmas del origen del universo. El proyecto se iba a llevar a cabo en Bélgica, la nota daba detalles que leí como quien lee un diccionario en un idioma desconocido, abstraída. Me quedé mirando su nombre entre todas esas terminologías que no entendía, su nombre al lado de palabras como Hadrones, Dios, Big Bang. 

Una noche helada de invierno del año 2012 nos cruzamos de casualidad. Caminábamos con un chico por Cabildo, volvíamos de una cena en la casa de unos amigos en común, era tardísimo y estábamos llenos de abrigos. Ni bien llegamos a la parada del 152, lo vi. Gonzalo me miró y enunció, en voz alta, mi nombre completo, yo me reí y le dije hola. Me preguntó que qué hacía por ahí a esas horas, no supe qué decirle y entonces le presenté al chico con el que estaba. Se saludaron con cordialidad y el 152 llegó enseguida, hacía tanto frío que nos salía humito por la boca. El colectivo tenía unas luces azules que hacían juego con el color de los asientos, estaba vacío pero igual nos sentamos lejos, y me pareció una tragedia. Le miré la nuca todo el viaje y le hice mil preguntas en silencio, quería saber todo: sobre la máquina de Dios y los enigmas del universo, sobre su novia de la escuela y el departamento de San Telmo. En un momento lo vi darse vuelta, nos buscó con la mirada, me sonrió. Me moría de ganas de contarle todos mis dramas con detalle, pero en vez de eso me hice la que miraba por la ventana empañada, como para seguir guardando el misterio. Cuando cruzamos Coronel Díaz desperté a mi compañero, su casa era la próxima parada. De pie frente a la puerta de salida, saludé a Gonzalo con la mano, “¿dónde te bajás?”, le pregunté, y me dijo que en San Telmo, donde siempre. Ni bien pisamos la calle me quedé quieta, estiré el cuerpo lo más que pude y, en puntitas de pie, llegué a ver la cara de Gonzalo, fina, angulosa, reposando sobre el vidrio de la ventanilla.

No hay comentarios: