7.8.20

la puerto rico

Hace poco, sentada a la mesa, me sorprendí repitiendo un gesto de mi abuela. Ya no recuerdo si estaba sola en la mesa o acompañada, la sorpresa fue tal que obliteró lo que me rodeaba, como una foto sobreexpuesta. Era un gesto trivial, anodino: beber una taza de café con leche caliente con ayuda de una cucharita, como un niño chiquito. Y cuando ya no quemara tanto agarrar la taza por el cuerpo, como acercando las manos, y tomar de a sorbos ruidosos. Siempre fui más del café negro pero en esos encuentros de rutina con mi abuela Dora ella no concebía que una chica de mi edad eligiera el café solo. Así que ni bien me veía entrar al salón, me hacía una seña a mí y enseguida otra al mozo, y antes que pudiera sentarme, sacarme los abrigos, ahí estaban las dos tazas de café con leche y las medialunas de grasa. Llegada cierta edad, Dora se volvió una persona de rutinas precisas; citaba a sus nietas más grandes, por separado, en alguno de los cafés notables de la ciudad en los que le gustaba parar, nos esperaba siempre con antelación, no importa cuán temprano intente llegar ella ya estaba ahí. Los mozos sabían su nombre, la saludaban con cariño y así también hacía ella. Siempre me sorprendió la capacidad de algunas personas de generar esa clase de vínculos a fuerza de rutina y permanencia; en eso, como en otro montón de cosas más, no me parezco a ella, sin embargo estoy segura que antes no agarraba la taza así como lo hice hace poco, ni bebía de a sorbitos. Supongo que las herencias se nos presentan de golpe, un día las ves y resulta que ya son parte de vos, hace quién sabe cuánto, como un lunar que nunca habías visto o una mancha de humedad en el techo. Con Dora nunca fuimos íntimas, aunque alguna que otra vez en esos encuentros ella terminaba por confesarme alguna historia tremenda, como las veces que de chica su madrastra la hacía trabajar en el campo, bajo el sol ardiente, horas y horas porque decía que a las chicas como ella, de piel negrita, el sol no les hacía nada. O cuando me dijo que aunque ya estuvieran separados hacía muchos años, a mi abuelo lo quiso hasta el último de sus días. Yo en cambio le contaba cosas tontas, historias aburridas de oficina que le recordaban a sus tiempos de empleada pública, o alguna cosa de la facultad que le resultara exótica, como lo que había aprendido en latín o francés. Por lo demás, intentaba ponerse al día con mis vínculos: me preguntaba por mis padres o mi ex novio pero en cuanto veía que me costaba armar la respuesta, cambiaba de tema con una elegancia digna de quien siempre supo llevar las riendas de cualquier conversación.  Nos iba mejor con sus historias, con sus anécdotas de ex militante del PJ, “ayer aquí mismo me encontré con nilda garré, la ayudé con unas cosas”, me dijo una vez. Mi mamá me decía que no le crea todo, que ya estaba grande y a veces se confundía, pero yo le creí siempre. De todos los bares en los que estuve con mi abuela, mi favorito era La Puerto Rico, una confitería con unas medialunas increíbles que siempre parecían como recién salidas. Hacia el final de su vida a mi abuela Dora le diagnosticaron una autoinmune rara y uno de sus síntomas era la intolerancia al gluten; para alguien criada a base de harinas, el cambio fue brusco. Pero cuando íbamos a la Puerto Rico nos pedíamos una pila inmensa de medialunas, las devorábamos con una complicidad casi infantil, como dos hermanas haciendo una travesura a escondidas de su mamá. Además, había un mozo que en un momento empezó a reconocerme y eso también me ponía contenta, yo llegaba siempre a las corridas, con apuntes de la facultad y varios abrigos colgando y él se apuraba a ayudarme y me señalaba la mesa donde mi abuela solía esperarme. La Puerto Rico queda muy cerca de la Basílica Franciscana a la que mi abuela era adepta. No sé si el término es correcto, nunca supe bien cómo explicar que en algún momento de su vida, ya jubilada y divorciada de mi abuelo, Dora decidió algo así como tomar los hábitos: se hizo parte de la orden de los Hermanos Franciscanos, renunció a una serie de cosas de su vida para entregarse a lo espiritual. Hablaba de eso casi como alguien que habla de un trabajo: tenía tareas asignadas, gente a cargo, horarios. No vivía en el convento, pero iba iba varios días a la semana. Una de esas tardes que nos encontramos en la Puerto Rico, mi abuela me contó que había discutido con el Padre Miguel. Era un día de julio, hacía mucho frío y en la Basílica solían hacer ollas populares donde se repartía comida caliente y abrigos que la gente donaba a lo largo del año, para las personas en situación de calle. A mi abuela le tocaba controlar la fila que se armaba e ir repartiendo las frazadas. “El Padre se enoja porque les hablo de política”, me dijo. Mi abuela Dora recorría la vereda, y uno por uno les preguntaba sus nombres, su edad, si tenían familia, y les anotaba un papel con la dirección de la sede central de la ANSES. Les explicaba que en su situación tenían derecho a una ayuda económica, que el Estado tenía la obligación de asistirlos en lo que necesitaran, que fueran temprano, pregunten por cual o tal persona y que ellos iban a ayudarlos. “El Padre se enoja, me dice, Hermana, ya le dije que nos compromete, que ésa no es nuestra tarea”. Yo la miré sonriendo, mientras arrebataba una de las últimas medialunas del platito. “Y bueno Florcita, yo antes que Hermana soy peronista, qué le vamos a hacer” me dijo, mientras bebía el café con leche con cucharita, de a sorbitos ruidosos.

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