7.12.18

diciembre.

Sentada en el borde del sillón yo y de la cama él E. me dice que bueno, que no es normal, que no está bien. Sus intenciones son buenas pero sus palabras cuchillos. Me duele la cabeza hace 7 días, tomé cuatro analgésicos diferentes y ninguno hizo efecto. Tengo miedo de morirme. No, de morirme no. Tengo miedo de tener alguna enfermedad de esas que son para siempre, de las que te propician una vida horrible y dolorosa, una muerte lenta. Cómo explicarle con palabras de este mundo que no lo elijo, que hago la tarea: voy a terapia, lloro cuando así lo siento, tomo agua, como fruta, hago yoga. No es suficiente, pienso, nunca nada es suficiente. Yo sé lo que me está diciendo y él también, su amor es intachable pero sus palabras un techo que me aplasta. Después voy a la oficina y pienso, si acá todos están mal, acá siempre algo les duele, "no es normal flor, no es común", pero acá todos toman pastillas y van a la guardia y seguro también piensan que es para siempre. La oficina es hostil pero me empiezo a sentir como en casa, como un hogar donde no soy la única ni la peor ni estoy sola. Porque finalmente se trata de eso, ¿no? de no ser los únicos nunca, de no sentirnos solos, de no ser señalados. En el almuerzo, S. me pregunta si no poder tomar decisiones me hace sentir inquieta; me río y le digo que sí, aunque creo que se equivoca. A veces le miento porque me gusta hacerle sentir que me conoce, que abrió esa puerta. La diferencia entre S. y yo es notable, me gustaría explicarle pero no puedo, son muchas conversaciones que hace tiempo asumimos no íbamos a tener. Yo tomo todas las decisiones que tenga que tomar pero algunas no dependen de mí y ahí sí, me pongo inquieta, nerviosa, miserable. Trato de hacer encajar un tetris de sucesos cercanos porque no me gusta el no sé, no me gustan los grises aunque haya aprendido a habitarlos, como ese almuerzo, como sus silencios. S. sufre un poco tomar decisiones creo, me gustaría decirle que de afuera se lo ve valiente y que eso lo ayude, que si el mundo se terminara me gustaría tenerlo en mi equipo porque se maneja con calma y distancia, dos cualidades de las que carezco. Nuestras inquietudes son distintas, no creo que volvamos a encontrarnos, como quien dice, encontrarse. No creo que él tenga miedo de tener una enfermedad letal o de morirse repentinamente, aunque no sé, no nos conocemos tanto. Hay, sin embargo, algo, en los varones de los que elijo rodearme, algo de esa distancia y esa calma, de esa frialdad necesaria para sobrevivir un apocalipsis, pero mientras no suceda, mientras el mundo no esté partiéndose en mil pedazos, sus palabras son cuchillos, un techo que me aplasta, un aire que se condensa hasta no dejarme respirar.

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