Cuando apagaron la luz, me dio ganas de reír. Las cosas reanudaron en la oscuridad sus labores, en el punto donde se habían detenido: en un rostro, los ojos bajaron a las conchas nasales y allí hicieron inventario de ciertos valores ópticos extraviados, llevándolos en seguida; a la escama de un pez llamó imperiosamente una escama naval; tres gotas de lluvia paralelas detuviéronse a la altura de un umbral, a esperar a otra que no se sabe por qué se había retardado; el guardia de la esquina se sonó ruidosamente, insistiendo en singular sobre la ventanilla izquierda de la nariz; la grada más alta y la más baja de una escalinata en caracol volvieron a hacerse señas alusivas al último transeúnte que subió por ellas. Las cosas, a la sombra, reanudaron sus labores, animadas de libre alegría y se conducían como personas en un banquete de alta etiqueta, en que de súbito aparasen las luces y se quedase todo en tinieblas.
Cuando apagaron la luz, realizóse una mejor distribución de hitos y de marcos en el mundo. Cada ritmo fue a su música; cada fiel de balanza se movió lo menos que se puede moverse un destino, esto es, hasta casi adquirir presencia absoluta. En general, se produjo un precioso juego de liberación y de justeza entre las cosas. Ya las veía y me puse contento, puesto que en mí también corcoveaba la gracia de la sombra numeral.
No sé quién hizo de nuevo luz. El mundo volvió a agazaparse en sus raídas pieles: la amarilla del domingo, la ceniza del lunes, la húmeda del martes, la juiciosa del miércoles, la de zapa del jueves, la triste del viernes, la haraposa del sábado. El mundo volvió a aparecer así, quieto, dormido o haciéndose el dormido. Una espeluznante araña, de tres patas quebradas, salía de la manga del sábado.
César Vallejo, Contra el Secreto Profesional
No hay comentarios:
Publicar un comentario