“Estamos en la tierra de todos”, pensó, y eso no puedo reconfortarla. Siguió caminando con paso acelerado, aún creía en la posibilidad que sus piecitos la sacasen de ahí, aún creía en el escape como droga rápida y efectiva. Había humo y había gente, y no lograba decidir cuál de las dos cosas la perturbaban más. De seguro, el ruido. El ruido en los autos, en los carteles luminosos, en los pasos apurados de la gente apurada, el ruido en el aire contaminado y en las caras mohosas de alquitrán y asquerosa sugestión reprimida, el ruido en cada aparatito tecnológico sonando y cada oreja escondida. El ruido en los pasos apurados de la gente apurada; se preguntó el porqué de esa manía de amontonarse en calles estrechas y pisarse los unos con los otros, tan apresurados, tan enojados con sus zapatos de taco que les ampollan los pies (pero lucen bien), con sus trajes transpirados. Temió estar convirtiéndose en uno de ellos. Intentó cambiar la cara, en vano. Optó por tapársela con el flequillo y encoger sus hombros. “Estamos en la tierra de todos”, y esta vez lo dijo en voz baja, en su intento por no clavarle el zapato de la mujer morocha de voz aguda a aquel hombre en el Mondeo que se pasó la luz roja. No desaceleró el paso en ningún momento, tan ansiosa por llegar a tierras más de nadie. “Un barco con mucho viento”, imaginó, a veces las fantasías cumplían su función. A veces no. Comprendió, entonces, que el escape de ese día era el principio de un escape aún mayor, que los pies, de ahora en más, no se detendrían jamás. Comprendió que tenía que irse, pero por sobre todo, que debía obligatoriamente llegar."
11.2.08
dos: El hábitat
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1 comentario:
los inocentes son los culpables, dice su señoría el rey de espadas.
reina del mércury, aquí la hija está desfalleciendo.
salú.
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