11.5.14

I.

la escena podría haber sido más o menos así: estoy en una cantina de almagro, me pido las pastas del día. es domingo, afuera está gris, llovió por la mañana, no se sabe si va a seguir así, intuyo que sí, tengo una campera. en una hora y media me voy a mojar lo mismo. estoy, entonces, sentada y sola frente al mantel acuadrillé y los cubiertos ya puestos. miro a mi alrededor, hay ocho mesas, cuatro están vacías, y de fondo se escucha un bolero de Tito Rodríguez. retumba en mis oídos: "en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse". pienso: no me voy a olvidar de vos nunca. llega mi plato, rebalsa de crema y le pido más queso al mozo, que me responde malhumorado y me trae otro ínfimo sobrecito. no, no es que no va a pasar nunca, no. el problema soy yo, pienso. todos pueden dejar ir. mastico el primer canelón y la canción está terminando. "en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse", me repito en la cabeza como me podría repetir los pasos a seguir de una receta. querer darle una explicación, un cierre digno a por qué yo estoy ahí, con tu cara estampada en la frente de la última vez que nos vimos. un café de por medio en una mesa parecida a esa en la que ahora estoy sentada deglutiendo algo que no entiendo si es ricota o se confundió y me dio de pollo, pero ¿a quién carajo se le ocurre que te voy a contar la historia de mi vida a las 6 de la tarde y mirándote a los ojos?

(continúa)

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