Porque llovía y hacía un frío que te calaba los huesos (tal vez no llovía pero era igual, porque cuando hace frío y las cosas están muy mal es como si te lloviera adentro), porque yo yéndome así y él quedándose así: me clavó los ojos como dos puñales, la mirada que más duele es siempre esa que casi no te mira, que es rápida y que pasa a otra cosa cuando vos, vos con esa carita de ternero cuasi implorándole un poquito de piedad, que hace frío y llueve o puede llover. Porque me estaba yendo de su casa por última vez y eso era terrible, inaceptable. Ya ven, nada es serio ni digno de que se tome en cuenta; nos hicimos jugando todo el mal necesario (ya ves, no es una carta esto). Y jugando o no fue tan cruél él y tan masoquista yo, yo que lo quería y no lo sabía, él que de ninguna manera me quería pero tampoco creía poder querer a nadie, y así pasaron los meses hasta esa noche que me clavó los ojos, el brazo que me empujaba, los ojos otra vez, y otra vez, y las palabras, las palabras que se le caían de la boca como se pueden caer las piezas de un rompecabezas que das vuelta: él hablaba y la imagen se iba vaciando, y después la nada, y después la lluvia. Irme siempre costaba pero sin él mirándome la nuca, sin él corriendo o tironeándome de la cartera era inadmisible. Crucé la puerta yo pero el que se había ido era él. Y sentí la distancia en cada baldoza y local cerrado de la calle Santa Fe. Caminar era jodidamente doloroso, el frío, las manos sin guantes otra vez, el cerebro que estallaba y la cara de frente a todo ese llanto que no caía, las palabras que resonaban una y otra vez y ya empezaba a olvidar como todo lo que no me gusta: lo voy olvidando y repitiendo y olvidando, juego macabro que no puedo evitar. "Lacerate todo lo que quieras", me había dicho, no sé qué vino antes, ni que después. Pero entonces andar por esas calles que tanto odiaba, ese barrio y tan lejos mi casa, todo estaba tan lejos. Caminar primero esas cuadras hasta lo que yo creí que sería el colectivo pero entonces fue teléfono público, y el llamado, el destino recurrente. "Baum, voy para tu casa" (y Baum que ya me conoce y no pregunta). Baum que me recibe, me lleva a su habitación, me mira con interrogación pero no pregunta, ve el puñal entre mis ojos y la sangre cayéndome por el cuerpo. Mis intentos por hablar son ridículos, ambos lo sabemos. Nos dejamos caer en la cama y lo empiezo a desvestir, y me empiezo a desvestir. Afuera sigue lloviendo pero el sexo no hace diferencia, Baum tampoco, porque en el fondo sabe que adentro mío estaba estallando, estaba gritando, por afuera me desangraba pero la lluvia era adentro, él y la lluvia, todo adentro mío. Y el juego se mantiene un tiempo indeterminado hasta que acaba. Baum acaba, segundos más tarde me quiebro y, con la cara empapada le digo que lo quiero, que me perdone y que lo quiero tanto, y gracias por estar ahí conmigo. Me abraza, no dice nada y me seca la cara con las sábanas.
(otro fragmento de Cúmulus Nímbus muy incompleto)
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